Que nada es gratis en esta vida es algo que tengo grabado a fuego.

Como decía mi abuela, nadie da duros a cuatro pesetas. Y la cuestión no se reduce al dinero, por desgracia. Conforme me hago mayor, más segura estoy de que nadie hace algo si no es a cambio de otra cosa. No se salvan los gestos pequeños ni los grandes, en la mayoría de los casos lo que mueve a la gente es un interés oculto. No quiero sonar cínica, pero el altruismo está en verdadero peligro de extinción. Siempre lo he sospechado y hace un tiempo que decidí que era así.

Me convencí del todo cuando me di cuenta de que mis suegros nos prestaron un piso a cambio de meter baza en la crianza de mis hijos. Flipante ¿verdad? Porque cuando nos lo propusieron eso fue lo último que se me podría haber pasado por la cabeza, sin embargo, ahora… ahora estoy segurísima. Al principio no lo vi venir porque lo manejaron de una forma muy sutil.

Estábamos desesperados, mi pareja y nos habíamos quedado en el paro con semanas de diferencia, con un montonazo de gastos, dos niños chicos y unos ahorrillos que no daban para mucho más que para los pañales de unas semanas del pequeño.

Su propuesta de mudarnos al piso que ellos tenían vacío y que, en teoría, iban a alquilar, nos cayó como un regalo del cielo. Así que les agradecimos en el alma el gesto, ya que se negaron a poner siquiera una renta simbólica, y nos mudamos a esa casa situada a un par de calles de la suya. La proximidad era de lo más conveniente. Gracias a ellos no solo teníamos un techo y un gasto enorme menos, también teníamos ayuda cuando nos salían cosillas, trabajos por horas, entrevistas, etc. Los niños estaban siempre en casa y bien atendidos. Qué bien. ¿La parte mala? Que el piso no era gratis, mis suegros se cobraban el alquiler metiéndose en nuestras decisiones familiares. Nos la fueron colando poco a poco. No nos costaba nada hacerles felices, con todo lo que habían hecho por nosotros, qué menos.

Qué más daba si les daban chuches cuando nosotros se lo teníamos prohibido. Qué más daba sin le daban el chupete al pequeño para dormir la siesta, aunque nosotros se lo estábamos retirando. O qué más daba si se saltaban todos nuestros horarios y rutinas a la torera. O que nos contradijeran delante del mayor. Nos tuvimos que morder la lengua cuando nos dijeron que qué era eso de no poder pagar un alquiler y, en cambio, querer pagar una guardería.

Mientras estuvimos desempleados era una cosa manejable, pero cuando empezamos a trabajar aquí y allá en lo que íbamos encontrando, se desmadró del todo.

Inicialmente no les decíamos nada porque nos daba rabia, porque nos sentíamos mal. Pero discutíamos un montón por su culpa, la verdad. Y llegamos a un punto en que nosotros estábamos picados con ellos.

¿Agradecidos? Muchísimo. ¿Enfadados? Pues llegó un momento que también. Porque ya no éramos los que ponían las normas. Nuestros hijos se estaban criando según los gustos y preferencias de sus abuelos. Lo cual era un caos. Cuando estaban los abuelos aplicaban unas normas que no aplicaban cuando ya estábamos en casa nosotros con ellos. Y viceversa. Es decir, un follón de mil pares y una pareja que se ahorraba el alquiler a un precio que ya no estaban dispuestos a pagar. No podíamos dejar que nos costara la relación ni la educación de nuestros hijos. Ni tampoco la relación con mis suegros. De modo que optamos por respirar hondo, tratar de razonar con ellos desde la calma y la comprensión y, como no funcionó del todo, terminar dejando el piso con la excusa de que estaba demasiado lejos del trabajo del primero que logró encontrar algo estable. Y, bueno, mano de santo, todo hay que decirlo.

 

Anónimo

 

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