Qué difícil es a veces aprender a querer bien, a querer sin necesidad de poseer. Y ojalá hubiera aprendido antes, quizás no me hubieran roto tantas veces el corazón o al menos, no me hubiera dolido tanto.
Hace un par de años atrás me aferraba a manos llenas a las relaciones, a las personas y a los sentimientos en general. Me asustaba la idea de que las cosas pudieran cambiar. Si ya están bien así me decía. Y me entraba pánico a la mínima señal de aires nuevos. Quería conservarlo todo como si de una coleccionista se tratase y en mi estúpido empeño por atesorarlo, lo acaba asfixiando.
No os podéis hacer a la idea de a cuantas personas he perdido por no saber dejar marchar en su momento, por intentar aferrarme cuando ellas necesitaban libertad.
Hace tiempo que comprendí que las personas son una pastilla de jabón mojada entre tus manos y que cuanto más las aprietes y te esfuerces por retenerlas, más lejos se escapan.
Así que tienes que aprenderlas a quererlas como a los gatos, respetando sus silencios, entendiendo que nadie es tuyo, que sólo es tu turno. Y que alguien que un día vino, tiene el derecho a irse, a cambiar, a dejar de ser quien era y reinventarse todas las veces que lo necesite.
Porque nadie es de nuestra propiedad. Nacimos sin dueño y moriremos siendo libres.
Y así es como se entiende el amor de verdad, el puro, el que no duele. El amor que no engaña, que no angustia, que no arrebata. El amor que comprende, que sana y permite. Sobre todo que permite.
Y cuanto más lo quieras, cuanto más lo cuides, más libre serás. Lo serás tú y lo será él. Porque no hay mejor sensación que caminar con los pies ligeros y el corazón contento.