En mis tiernas juventudes yo pensaba que el sexo y la intimidad eran lo mismo; es decir, pensaba que irme a la cama con un hombre daba inmediatamente como resultado la intimidad. Creo que ese malentendido de conceptos, para mí, comenzó cuando por todos lados decían “tener intimidad” como sinónimo de tener sexo, no sé si porque la palabra SEXO era considerada algo muy fuerte  para decirse en público o qué pasaba. El asunto es que crecí asociando uno con lo otro.

 Yo catalogaría ese aprendizaje como uno de esos que entran a golpes, no por las buenas, cuando se está expuesta a semejante confusión de conceptos, producto de no querer llamar las cosas por su nombre.

Llegar a la conclusión  de que una cosa no es sinónimo de la otra es producto de una evaluación concienzuda previa, y dicha evaluación viene de lo experimentado: sexo sin intimidad (Ojo, que no critico a quién lo practica de esa forma). A mis 32 años me autoinvité a hacer una autoevaluación de rumbo en la vida (trabajo, amistades y familia serán tema de otro post). Me dije muy seria: Guadalupe, ¿es en serio que así te ves relacionándote siempre?, ¿De verdad eso te hace feliz? Creo que dichas preguntas no habrían nacido si no hubiera volteado a mirar la desagradable y creciente sensación en el cuerpo y el corazón de desasogiego que se producía en mí en los últimos encuentros sexuales que tuve con un amante de ya varios años.

La última vez fue el colmo del sexo (ciertamente satisfactorio) sin intmidad (Ojo, de nuevo: la responsabilidad no es sólo del sujeto en cuestión. Asumo mi parte). Tan fue así que decidí dejar de tener sexo hasta calibrar nuevamente la brújula íntima-sexual interna (No fue una decisión fácil. Para nada. Los tiempos de secas me producen una ansiedad tremenda). Después de contestar un NO rotundo a las dos preguntas anteriores, surgió la pregunta del millón de dólares: “Entonces, darling ¿qué quieres?”  Silencio en el fuero interno. “Y bien, chica lista ¿qué se te antoja, en vez de irte a la cama apagando el cerebro y el corazón (mentira cochina, jamás he podido apagar ni lo uno ni lo otro)”.

“¡¡Quiero intimar, señores y señoras!!”, dije para mis adentros. Quedé en paz con esa respuesta. Cosa que no pasaba cuando decía: “quiero encamar a alguien” “quiero tener novio” “quiero otro amante” “No. Quiero dos amantes”, “No. Mejor, quiero casarme” Intimar es mi palabra últimamente, entendido como caminar de la mano por la calle, nada más compartiendo pasos y palabras, mientras sentimos ese calorcito particular que se genera entre los cuerpos al ir acompasando los pasos; cocinar juntos acompañando la actividad con vino, con música y risas;  leer en el sofá tomados de la mano;  mirar juntos una peli; ir de viaje de carretera y conocer los pueblos; contarnos nuestros miedos, inquietudes; compartir lo que es la vida para cada quién; decirle al otro si creemos en la reencarnación;  ir a los museos, tomar un café sintiéndonos y sabiéndonos humanos, sabiéndonos llenos de un universo particular y respetarlo;  y después, sólo después de intimar, si ambos lo deseamos, irnos a la cama a seguir compartiendo.

Guadalupe Centeno