Mis amigas siempre se llevan las manos a la cabeza cuando les digo que no siento ningún odio ni ningún rencor hacia el susodicho que vengo a mencionar en esta historia.
Puede que el colega (como lo llamábamos entre nosotras) no lo hiciera del todo bien, pero ¿cómo puedo odiar a alguien que me ha enseñado tanto?
Yo era una chica muy inocente. Solo había estado con una persona, y ahora entiendo que no es que yo fuera una “ameba”, como él solía decirme, o que las gordas como yo no podíamos disfrutar del sexo. Creo que me lo dijo tantas veces que me lo acabé creyendo.
Estaba convencida de que el sexo era “el sacrificio” que teníamos que hacer por tener una pareja. Porque eso sí, a romántica no me gana nadie.
Conocí al colega un viernes por la noche.
Después de un largo día de trabajo, decidí parar de camino a casa a comprarme la cena.
Mientras pedía, entro él.
Alto, guapo, y con los ojos más bonitos que he visto en mi vida. Un empotrador galés en toda regla.
Mientras esperábamos a que nos sirvieran, me preguntó qué me parecía el sitio. Entre que no me esperaba que semejante hombre me hablase, y el nivel de inglés que gastaba yo entonces, le contesté lo primero que se me pasó por la cabeza y me marché de allí.
Ya de camino a casa, me paró en la calle para preguntarme mi nombre. Empezamos a hablar, y me dijo que era nuevo en el barrio y no conocía a nadie. Que si quería darle mi número de teléfono. ¡Mi número de teléfono! ¡El padre de todos los empotradores quería mi número de teléfono! Empezaron los mensajes día y noche. Las conversaciones hasta las tantas. Los pantallazos a mis amigas comentando la jugada. Y yo, ya imaginándome como la protagonista de una de las novelitas románticas de Jazmín que tanto me gustaban.
Hasta que un día me dijo si quería quedar a tomar una cerveza. Yo no salía de trabajar hasta las 22.00, así que la idea de ir a un pub estaba descartada. Total, que me invitó a su casa a ver una película de la que habíamos estado hablando. (¿Os he dicho ya que yo era muy inocente?).
Como os podéis imaginar, la película no la llegamos a terminar. Y ahí se me abrió un mundo.
Solo una noche fue suficiente para saber que había estado engañada toda la vida en lo que al sexo se refería. Y eso que yo hacer, no es que hiciera mucho.
Días más tarde, decidí hablar con él y contarle la verdad. Le escribí un mensaje que me costó varias horas (y no solo por la barrera del idioma).
A mis 26 años, mi experiencia era prácticamente nula.
Yo estaba convencida de que ahí acabaría todo.
Sin embargo, esa noche lo tenía esperándome a la salida del metro.
Estuvimos hablando y me dijo que, si le dejaba, me iba a mostrar como disfrutar del sexo con total libertad.
¡Y vaya que si lo hizo! Durante los siguientes meses, descubrí lo que era un orgasmo (¡y hasta cuatro seguidos!), que una mujer puede ser y sentirse sexy independientemente de su talla, y maneras de follar que ni si quiera se me habían pasado por la cabeza que pudieran existir.
Tiempo más tarde cogimos una rutina.
- Me escribía a diario durante una semana.
- Quedábamos el fin de semana para follar como conejos.
- Desaparecía por una semana.
Y vuelta a empezar.
Al final, una noche follando cuando él quisiera empezó a no ser suficiente para mí. Ni mucho menos estaba enamorada, pero quería tomar el control. Quería poder follar cuando a mí me apeteciera, y no estar siempre pegada al teléfono esperando a que al colega le apeteciera llamarme.
Así que le mande otro mensaje diciéndole que, lamentándolo mucho, eso no era suficiente. Y que, o las cosas cambiaban, o hasta aquí habíamos llegado.
Ni que decir tiene que recibí la callada por respuesta.
Pero prefiero quedarme con lo positivo de aquella historia. Aprendí a quererme, aprendí lo que me gustaba y aprendí a pedirlo. ¡Y de paso, mi inglés mejoró muchísimo!
Así que no, no me sale guardarle ningún rencor, ni siento ningún odio hacia él.
Nunca me prometió nada, nunca me juró amor eterno ni me dijo que estaríamos juntos hasta el final de los días.
Sin embargo, lo bueno que me dio supera con creces todo lo mal que se pudo haber comportado. Porque aunque no fuera lo que yo quería para mi futuro, realmente fue lo que NECESITABA para abrirme como una flor.
Andrea.