Estoy gorda. Espera, lo voy a escribir en mayúsculas para que se vea más. ESTOY GORDA. Soy consciente de ello, me veo en los espejos, me compro ropa (así que sé mi talla), he sufrido que no me quepa el culo en las odiosas sillas con reposabrazos y no pasa absolutamente nada.
El otro día charlando con un vecino, sobre una bobada de la vida, me miraba de reojo sin querer y cuando iba a soltar la palabra gorda la esquivaba y la sustituía por un sinónimo menos ofensivo. Tras la primera vez que lo esquivó, de forma cómica el pobre hombre trataba cada vez de hacer menos referencias mientras en su cerebro se notaba que las referencias afloraban demasiado. Yo que me di cuenta no le di importancia. Conozco al hombre, no es mala persona ni un gordo fóbico de libro. Pero en su no ofender resonaba cierta canción casposa. Entonces lo supe claramente, algo que hacía tiempo que me pisaba los talones. No me ofende que me llamen gorda, ya no. Es algo más de mí como puede ser que tenga los ojos marrones, la piel muy pálida o el pelo rojo. Son simplemente palabras que pueden adjetivar cosas de mí.
Justamente el dejar de darle importancia a las palabras, hace que puedes reconciliarte con ellas. Gorda es solamente una palabra que hace referencia a algo de mí, no es una ofensa, no es un insulto ni nada parecido.
Debo admitir que es un camino muy largo el que recorres para darte cuenta de que lo está pasando peor tu vecino al intentar no pronunciar “la bicha” que tú al escuchar que algo lo que sea es gordo.