Mi abuela (86 años) sale religiosamente a aplaudir al balcón en cuanto son las 8 de la tarde. En su edificio viven pocas personas, y la mayoría muy mayores. Enfrente de la casa hay un bloque de oficinas, de manera que el primer día fue la única vecina de toda la calle que lo hizo, pero no se desanimó. Aplaudió fuerte y sintió el apoyo de las calles cercanas, que también resonaban.

El segundo, otro vecino se unió a ella y aplaudieron juntos, riéndose por lo bajillo con un poco de vergüenza pero felices de coincidir. Los dos dando sonido y calor a la calle.

Hoy me ha llamado feliz, porque al salir a aplaudir ha visto en el reflejo de los cristales de enfrente a su vecina y amiga del piso de abajo, nonagenaria, que aplaudía desde su saloncito. Sin abrir la ventana, porque hacía mucho frío, pero saludándola a su vez desde el reflejo. En el edificio de oficinas se proyectaba la sombra de mi abuela, enorme, y las manos de su amiga aplaudiendo. Separadas pero juntas. Se ha sentido feliz. (Y no es un adjetivo que utilice muy a menudo, os lo aseguro).

Ilustración de Martina Heiduczek

Así me lo ha descrito y así os lo transcribo, porque más que nunca hay que poner el foco en la ternura de las pequeñas cosas. ¿Cómo sobrevivir, sino?

Nuestras abuelas ya han vivido tiempos duros, infinitamente más duros que los nuestros, y honestamente me parte el alma que tengan que pasar, otra vez, por la incertidumbre y el temor (en el caso de mi abuela, además, la soledad de no poder visitarla en bastantes días). Si ellas siguen siendo capaces de encontrar momentos bellos en este angustioso caos, ¿seremos tan cerriles de no verlos nosotras?

 

Texto de @miss.candela (basado en hechos reales). ¡VIVAN LAS/LOS ABUELIS!