Nunca he sido una persona lanzada, de hecho, aunque a ojos de los demás no lo parezco para nada, soy bastante tímida. Y precisamente por timidez me pasé la infancia y la adolescencia dejando de hacer cosas. No voy a intentar subir ahí por si me caigo y hago el ridículo, no voy a hacer tal cosa porque hay mucha gente mirando, no me pongo eso ni de coña porque a mí no me va a quedar bien… Pero los años pasan y, tal como me decía mi madre, el tiempo te cambia, aunque sea en pequeños detalles, como que de repente te des cuenta de que ahora te gusta el pimiento o que, para ser feliz, quieres ponerte un piercing en la nariz. Y tal vez esa niña tímida que muchas llevamos dentro te grite que ni se te ocurra, qué va a pensar la gente ¿no ves que ya no tienes edad? No, pequeña, lo que no tengo es tiempo que perder. 

No soy un gurú de la felicidad ni coach ni nada parecido, ni mucho menos me creo en posición de dar lecciones a nadie, pero sí puedo decir que mi vida cambió el día que me acerqué a mi niñita interior, la abracé y le dije que la quiero lo más grande, pero que tiene que dejar de meterse en mis asuntos. 

Así que ella sigue ahí, ayudándome cuando me golpeo el meñique con la pata de la mesilla de noche o cuando la necesito para entender las reacciones de mis hijos, pero para todo lo demás, estoy solo yo. 

Y si no dejo participar a mi pequeño yo, mucho menos voy a dejar que me pongan límites los miedos, la vergüenza, las lorzas, la edad, el qué dirán y demás estupideces. Porque la felicidad vive en las pequeñas cosas y debemos obtener tantas dosis como podamos. Porque en ocasiones te sientes dichosa por haberte atrevido a ponerte falda y darte cuenta de que, joder, te queda fenomenal, o por haber conseguido sacar un hueco para ti y hacer media hora de yoga chapucero con la que te has venido arriba y, aunque te da corte porque muy en forma no estás, y no crees que llegues a hacer un buen sirsasana en la vida, decides apuntarte a clase para hacerlo como está mandado y al menos intentarlo. A veces eres feliz después de subirte a un toro mecánico, aunque hubiera docenas de personas mirando y riendo, porque siempre habías querido probar y te lo has pasado pipa. 

Pregúntate qué podría hacerte feliz, puede ser que te lo hayas negado tantas veces que te cueste recordarlo, pero seguro que hay mil cosas sencillas y fáciles de realizar una vez que te has deshecho de tus propias resistencias. Piénsalo ¿hace daño a alguien? 

Si la respuesta es no, adelante. 

Tírate por un tobogán del parque, ponte ese abrigo estrafalario, ve a un karaoke, tíñete el pelo de rosa, báñate en el mar desnuda, o completamente vestida, escribe un blog… Lo que sea, pero hazlo y cuanto antes. 

Yo por mi parte, te voy dejando, tengo cita para ponerme un piercing en la nariz.

 

Victoria Andrade