Papá, mamá: no soy yo, sois vosotros  

Nuestros padres nos enseñan a ser quienes ellos no pudieron ser  

Hay muchas cosas que desde pequeños nos enseñan mal. Por ejemplo, empiezo yo: a mí me  enseñaron que «rellenita» era un adjetivo para describir a personas y no a las empanadas  de queso o las galletas de chocolate. Así que junto al “no estás gorda, cariño, estás rellenita”,  en casa aprendí tonterías como la de la dieta de la piña exprés antes del verano, ese momento en  el que te pilla el qué dirán (digo, el toro). ¿Asignatura pendiente? La autoestima, claro.  

No todo es lo que parece y esta vez no he venido a quejarme de la gordofobia familiar que,  lamentablemente, reina en tantos hogares. Lo que pasa es que la historia de hoy se tiene que contar de la misma forma que mi yo de ocho añitos contaba sus michelines, con los dedos de las dos manos y mucha paciencia. Verás, a esa edad ya había probado prácticamente todas las extraescolares deportivas del pueblo: las sevillanas, el flamenco, el béisbol, las artes  marciales y el básquet.

papá

Me encantaría poder contarte que elegí la última porque descubrí mi gran  hobby, pero en realidad aquella decisión la tomaron la báscula y mis padres. Vaya, que el  baloncesto fue el único deporte que me ayudó a perder peso, especialmente el día que decidí  (diez años después) dejarlo. Ahí sí, vaya peso de encima me quité.  

Me quité de encima las gradas rellenas de gritos de todos aquellos padres con sueños  frustrados y muchas heridas pendientes. Algunos incluso pagaban a sus hijas por marcar  canastas, como si hacer de su pequeña una estrella les hiciera sentirse menos vacíos en la vida. 

Me quité de encima los fines de semana rellenos de angustia por querer dar la talla delante de  papá. Algunos incluso echaban en cara el tiempo y dinero perdido en desplazamientos con la  típica: “o lo aprovechas y espabilas o este es el último año que pago”. Me quité de encima las  constantes críticas destructivas rellenas de comparaciones con mis compañeras. Algunos incluso eran incapaces de entender que para nosotras la amistad iba por delante del balón y que  a juzgar le sobraba la zeta. 

papá

Quien avisa no es traidor, ya te dije que esto no iba sobre michelines. Y, oye, que nadie me  malinterprete: doy gracias al baloncesto por todo lo que me enseñó dentro y fuera de la pista. A  casi todas mis mejores amigas las conocí en la cancha. Y no solo eso. Creo que el deporte aporta en la infancia y adolescencia aprendizajes como el compañerismo, la competición sana y divertida, o el saber perder y ganar. Es más: entre tanta  hormona loca y el alboroto, el deporte se convierte en una vía de escape más que necesaria en esas edades (en todas en realidad).  

Si ya intuyes por dónde voy, sabrás que este es solo un ejemplo de las muchas áreas en las que  papá y mamá nos enseñan a ser quienes ellos no pudieron ser o quienes les gustaría que  fuéramos. Fíjate: el otro día mi madre me confesó que a ella le hacía muchísima ilusión que estudiara nanociencia y nanotecnología, dos palabras que no sabe ni qué significan y que formaban la carrera de moda. No la culpo; decir “mi hija ha entrado en  nanociencia y nanotecnología” suena a éxito, sobre todo en una conversación con las mamás del  cole. Ya sabes, “mi mamá dice que soy especial”.  

En lo profesional, la influencia parental se ve clarísimamente. Somos muchos los que  acabamos cambiando de estudios o dándole un giro de trescientos sesenta grados a nuestra  carrera (y un disgusto a los papis que pa qué) en el momento en el que nos paramos a cuestionar  nuestras decisiones. ¿Es realmente esta la profesión a la que quiero dedicar mi tiempo y energía?  ¿O es la que en casa siempre se ha admirado? Ojo, porque como sea la segunda opción además  de afrontar tus miedos e inseguridades, probablemente te toque afrontar también los de tus  padres.  

“Cómo vas a dejar este trabajo, si te da estabilidad económica y puedes escalar y quedarte ahí  para siempre”. “¿Nómada qué? Anda déjate de modas hippies y cógete un trabajo normal de  oficina, cariño, que está la vida mu’ mala”. “Confía en mí, que hablo desde la experiencia: ya sé  que no te gusta lo que haces, pero si aguantas cinco añitos, tendrás muy buena reputación además ganarás un buen sueldo”. “No hagas ese viaje, mejor ahorra para cuando tengas que  dar la entrada a un piso o comprarte un coche nuevo”. Tengo imaginación para dar y vender,  pero te aseguro que estos son ejemplos reales míos y de mi entorno.

Practicar la empatía y  comprender que los consejos guardan tan buenas intenciones como creencias limitantes,  frustraciones del pasado, traumas y heridas de nuestros padres es clave para saber ignorarlos  con mucho cariño.

“Gracias, mamá, papá, porque sé que queréis protegerme y evitar que cometa lo que según vosotros serían errores, pero si os hago caso no seré yo misma/o”. Estoy segura de que si saben desapegarse de la idea de hij@ perfecto y entienden que tal vez no compartáis los mismos valores de éxito, se sentirán orgullosos de ti. 

papá

Mira, el día que le dije a mi madre (madre mía, mama, te quiero, gracias por dejarme escribir  sobre nuestros trapos sucios) que quería dejarlo con quien entonces era mi pareja, su respuesta  fue: “cómo vas a romper con él, con lo bueno y guapo que es, cariño”. La vi tan triste que por  un momento me lo replanteé y todo. Por suerte, luego pensé: “espera, ¿quién va a salir con él,  ella o yo?”.

 

Esta me parece una buena anécdota para entender que nuestros padres pueden  querer que seamos muchas cosas (la próxima MVP, una gran nanocientífica o la novia de  Fulanito), pero es que no hemos venido aquí a hacer felices a nadie que no seamos nosotros  mismos. Bastante tiene cada uno con lo suyo, oye.  

El bienestar emocional de mamá y papá no está en nuestras manos. No podemos vivir la vida  que a ellos les hubiera gustado vivir. Porque si lo hacemos, algún día, tal vez cuando sea  demasiado tarde, nos preguntaremos quiénes somos en realidad y nos lamentaremos con un  “papá, mamá: no soy yo, sois vosotros”.

 

Maillonesa