Julio 2017 en Madrid. El ya conocido como el verano más caluroso de la historia, hace mella en mi cerebro.

He sacado la mejor nota media de la facultad y aquí estoy, de prácticas en una distribuidora de cine venida a menos. Tengo de jefe al ego personificado y es tortura china escuchar batallitas día sí, día también sobre lo bien que se le dio, se le da y se le seguirá dando el negocio.

Mi orondo culo se mueve a paso de tortuga por los pasillos del metro de Avda de América. Cada día me cuesta más ir a trabajar y eso que sólo tengo 21 años.

Igual debería haber hecho veterinaria. Así al menos podría tocarle los huevos a algún semental.

Después de sudar la gota gorda delante de un ordenador de hace 10 años, porque a las pijas absurdas que se sientan a mi lado les da frío el aire acondicionado, se me cae el boli y me voy a casa.

Me juro y me perjuro que mañana vengo en shorts, y que me mire mis celulíticas piernas quien le dé la gana. Estoy hasta el gorro.

Podría coger el ascensor, pero me decanto a bajar por las escaleras, a las que se accede por una puerta de emergencia que no usa nadie y no hay más luz que un fluorescente parpadeante. Así puedo pensar tranquilamente. A nadie le gustan las escaleras por lo que el trayecto de 3 minutos es mi remanso de paz del día.

Y según voy bajando me doy cuenta de que sube alguien. «Maldita mi suerte» pienso, agacho la cabeza, y continúo.

«Hola», y recibo otro «Hola» de parte de un repeinado con traje. Pelo para atrás y bolsa de gimnasio. ¿Quién coño vuelve a la oficina a las 15:00 en Julio?. Pijo payaso.

Pasan los días y yo sigo bajando las escaleras y el «pijiprogre» las sigue subiendo. En parte me molesta, porque seguro que es tan capullo que piensa que bajo escaleras para adelgazar. Él, que fijo que las sube para hacerse el guay, ya ves.

Mi beca continua y yo sigo ensimismada en mis tablas de Excel absurdas, mi pedante jefe y mis compañeras idiotas. Nunca me he sentido tan contenta de ser así de asocial. El pijo sigue ahí, cada día. Yo bajo las escaleras, él las sube, nos cruzamos. ¡Joder!…está como un queso pero seguro que es el típico pijo que pasea su setter irlandés mientras hace running.

A la noche llego a casa y sólo quiero meterme en la cama. He conseguido independizarme, si se puede llamar así a compartir piso con una loca cincuentona que está obsesionada con las ondas y sus consecuencias cancerígenas en el cerebro, pero es lo más barato de Madrid así que no me puedo quejar. No tengo wifi pero sí muchos libros y un consolador cortesía de mis amigas cuando decidí venir a vivir a la capital. No me apetece leer.

Me pongo al lío y el pijo repeinado hace su aparición. ¿Y éste que hace aquí? Con un poco de esfuerzo me lo quito de en medio pero vuelve a aparecer. ¿Qué me pasa? Un guión que yo no había escrito se impone y confieso que nunca he tenido mejor sexo con mi propia imaginación. Me quedo dormida y al sonar mi alarma me sorprendo al notar que sigo cachonda. Vaya con el pijo.

Al volver a verle al día siguiente, no puedo evitar ruborizarme. “Si tú supieras lo que me hiciste anoche, no pasarías tan a la ligera”. A los «Hola» diarios, se van añadiendo risitas absurdas y  miradas furtivas.

Hoy viene con la camisa entreabierta. Lo veo por el hueco según estoy bajando y creo que desfallezco. Mi cerebro derretido me hace «toc toc» en el cráneo y me recuerda que soy becaria, y no precisamente una Barbie por lo que debería dejarme de tanganas y pirarme a casa.

Levanto la cabeza, y sigo bajando, pero lo hago a la velocidad de un perezoso y me tropiezo con mis propios pies. Me doy la ostia del siglo, pero ¡ey! el pijo viene a ayudarme. No puedo pedir más. Me río, se ríe, me levanto y me piro. Hacer el ridículo es la historia de mi vida así que ni me afecta.

Uno de los días, voy bajando mis queridas escaleras cuando me doy cuenta de que no aparece. El muy imbécil se habrá ido de vacaciones a jugar al golf a algún resort de Mallorca.

«Pst, pst», oigo justo cuando voy a salir por la otra puerta de emergencia que da a la calle. Casi me caigo del susto y ya estaba agarrando las llaves para clavárselas a quien estuviese ahí escondido, pero al darme la vuelta, veo al pijo viniendo hacia a mí. «Dime que tú también lo estás deseando o exploto».

Glup. Por un mini segundo me quiero hacer la dura pero joder, llevo un mes más caliente que un infernillo así que me dejo llevar. Y yo, la becaria asocial venida a menos, me convierto en una Afrodita con 10 kilos de más que no puede creer lo que le está pasando.

Me hace y le hago lo impensable porque ¿Cuántas veces en mi vida voy a echar un polvo en el hueco de la escalera?.

Mientras nos vamos desnudando el uno al otro, hacemos las presentaciones. «Cómo te llamas» o «En qué planta trabajas», son frases que se cuelan entre gemidos y movimientos inimaginables. Pero tampoco queremos exceso de información. Hemos venido a ésto y punto.

Hacer realidad las fantasías de cada noche no es un lujo que me pueda permitir todos los días y el tío cumple todas las expectativas que mi imaginación fue capaz de elaborar.

La historia se repite cada tarde durante lo que dura el caluroso mes de Julio. Se me iba acabando la beca y me sentía desfallecer, pero a la vez sentía cómo mi ego iba «in crescendo».

Quería gritar a los cuatro vientos lo que estaba haciendo en esa escalera. Mi jefe y mis compañeras no importaban ya. Hacía las tablas de Excel interminables a la velocidad del rayo.

El último día de beca llegó, pero no le dije nada. Ese último polvo fue épico y me juró lujuria y amor eterno, pero aún con 21 años, no soy gilipollas. Ésto no iba a ningún lado y ¡ey!, tampoco pasaba nada. Por una vez, no me había enamorado del primer subnormal de turno que dice lo primero que le pasa por su miembro.

Ese verano de 2017 fue el verano de mi empoderamiento.

Fdo. @silviajcuak