Psoriasis: ir a la playa y otros dramas que me ha costado aceptar

 

Padezco de psoriasis. Se trata de una enfermedad inmunológica que forma escamas en la piel. Además, la padezco en su versión más grave, extendiéndose por más del 10 % de la superficie de mi cuerpo.

No la he sufrido toda la vida, qué va. Tengo 28 años y fue hace 5 cuando hizo su aparición por primera vez. En plena juventud, descubriéndome a mí misma. Su diagnóstico me afectó a todos los niveles: psicológico, social… Llegó el día en el que no podía mirarme al espejo sin llorar. Sentí un rechazo absoluto hacia mi cuerpo, repugnancia en estado puro. Me hubiese arrancado la piel a tiras de ser posible. Mi vitalidad se desvanecía con cada bote de crema que me untaba esperanzada de amanecer un día sin placas rojas y escamadas. Al tratamiento dermatológico tuve que sumarle el psiquiátrico.

Dejé de vivir

De un día para otro, dejé de vivir. Quizá te suena superficial, pero hay que verse en la situación. De repente, la piel de tus codos, tus rodillas, tu espalda…, se cuartea. Intentas ocultarlo, porque no solo te da asco a ti, sino que lo notas en el rostro de los demás. Te observan con pena, pero también con desconfianza de que vayas a contagiarles de lo que sea que tengas. Así que sí, intentas ocultarlo, pero (al menos en mi caso) las placas se hacen más grandes y gruesas con el calor. Lucir el pelo suelto para tapar los parches de la nuca y manga baja a más 40ºC en Barcelona, no era una idea demasiado saludable.  

Yo no me aceptaba

Me di cuenta de que el problema empezaba en mí. Era yo la que no quería que me viesen así, era yo la que renunciaba a planes con amigas o la que impedía a mi novio tocarme. Sí que la sociedad juzgaba con la mirada, pero la primera que se juzgaba duramente era yo misma. No me aceptaba, no aceptaba mi problema. Me ofusqué en dejar de vivir mientras tuviese un brote, en esconderme, ocultarme. Con esa actitud, solo conseguía que la psoriasis se agravara. 

Me sanó la playa

Pero no solo la piel, sino también la mente. Mi médico me recomendaba constantemente bañarme en la playa. Sin haberme puesto una camiseta de manga corta desde el diagnóstico, yo no me veía capaz de enfundarme un bikini. Pero lo hice. Empecé a ir a la playa a primera o última hora de la tarde, evitando el grueso de bañistas de las horas centrales. El salitre secaba mis costras y mi autoestima empezó a sanar. 

Fue entonces cuando me hice consciente de que, cuanto antes aceptase mi realidad, antes me “curaría”. Si dejaba de taparme las heridas, brotarían unos días, pero se marcharían más rápido. 

Empecé a vivir 

No solo usé bikini, sino que comencé a usar vestidos, a permitir que mi novio me acariciase. Empecé a vivir, le di al play a una vida que había pausado por una enfermedad que puso mi presente patas arriba de repente. 

Y sí, a veces las placas de mis codos o rodillas son inmensas y hay personas que piden cambiarse de mesa en una terraza para alejarse de mí, pero no es mi problema. No contagio a nadie, no soy un monstruo. Yo seguiré disfrutando de mi cervecita, placas al aire, sin preocuparme por lo que ni tú ni nadie piensen de mi cuerpo escamado. 

 

Anónimo

 

Envía tus movidas a [email protected]