No soy una persona celosa. No suelo preocuparme por el hecho de que mi marido tenga amigas o se relacione con las compañeras de trabajo. Siempre he pensado que la confianza en la pareja es el pilar básico de las relaciones. Pero también soy malpensada, es decir, si tengo algún indicio de que algo no va bien, siempre me pongo en lo peor. Eso de “piensa mal y acertarás” es algo que hasta el día de hoy no me ha fallado y, sin embargo, ahora me encuentro en una encrucijada.

El viernes por la noche mi marido salió a tomar algo con los compañeros de trabajo. Generalmente no suele retrasarse mucho, pero en esta ocasión llegó a casa cuando amanecía y bastante perjudicado. Fue algo que me extrañó mucho porque no era normal en él, pero todos nos podemos liar en un momento dado, así que no le di importancia. Antes de acostarse se dio una ducha. Dejó la ropa tirada por el suelo. Supuse que con la melopea que debía llevar no fue capaz de hacer más. Así que al día siguiente fui a recoger el estropicio.

Al acercarme a la ropa, noté un olor extraño, como a perfume. No sabría decir si de hombre o de mujer porque ahora, con los perfumes unisex y con mi olfato deteriorado por la alergia primaveral, me confundo con facilidad. Pero sí que vi algo que me llamó la atención. En los pequeños botones que adornaban el cuello de la camisa que había llevado esa noche había un pelo. Aquello no hubiese sido significativo si hubiese sido un pelo normal. Largo o corto, rubio o moreno, era fácil engancharse ahí al saludarse o cualquier cosa. Pero no, aquel era un pelo grueso, duro y negro, un poco rizado incluso.

Estaba muy claro que no era un pelo de la cabeza, no hay que ser de la policía científica para darse cuenta. Me quedé mirando aquel pelo un poco agobiada. Confiaba en mi marido, o por lo menos lo había hecho hasta ese momento. Pero aquel pelo parecía lo que parecía y claro, malpensada que es una, mi mente no era capaz de crear ningún escenario en el que fuese racional que ese pelo hubiese llegado hasta ahí sin una tórrida escena de sexo de por medio.

Me agobié, me agobié muchísimo. Sentía la necesidad de hablar con él, de pedirle una explicación. Pero cuando fui a la habitación y le vi roncando como un descosido, pensé que en su estado no iba a ser el mejor momento. No, esperaría a que despertase y su mente estuviese clara, quería mirarle a los ojos, estudiar su reacción cuando le preguntase por aquel pelo. Aquella mañana se hizo eterna. Durante todo el tiempo que tuve que esperar a que se despertase no podía dejar de darle vueltas a la idea de que me había engañado. Que aquella noche se le había ido de las manos y que aquel pelo era la señal inequívoca de que mi matrimonio se había acabado.

Cuando le escuché hacer ruido en la habitación contuve mi impulso de salir corriendo y esperé a que llegase a la cocina, donde yo me encontraba. Se le notaba cansado, resacoso y algo confuso. Supongo que ya no tiene el cuerpo para ese tipo de juergas. Quizás hubiese sido sensato esperar a que tuviese la mente más clara, pero yo no podía esperar más. En cuanto se sentó en la mesa de la cocina, le miré fijamente y le pregunté si tenía algo que contarme. Me miró algo confuso, me pidió perdón por llegar tan tarde y me explicó que había coincidido con un amigo de la facultad y se habían liado hablando de viejos tiempos.

Eso me rechinó muchísimo, sonaba a excusa barata. Aun así, le dejé hablar. Cuando terminó, le enseñé el pelo. Al verlo me miró como si le hubiese enseñado a un extraterrestre. Cuando le expliqué que estaba en el cuello de su camisa, empezó a reír a carcajadas. No esperaba aquella reacción. Me dijo que seguramente era de la barba de su amigo. Se la había dejado larga y con la borrachera, le había salido el lado tierno y se había tirado toda la noche abrazándole.

Al parecer no le molestaron mis sospechas. Yo estaba muy seria y estaba claro que enfadada, pero pareció no importarle. Era como si todo aquello fuese una soberana tontería. Eso me hizo recapacitar. ¿En realidad era un pelo de barba? Supongo que no hubiese él reaccionado así si hubiese sido otra cosa, que se hubiese sentido atacado, descubierto, no sé.

Durante toda la mañana me había estado montando películas sobre aquello, sobre qué diría, sobre cómo reaccionaría. ¿De verdad iba a quedar todo así? ¿No había sido más que una extraña pataleta?

A decir verdad, a mí me faltó poco más que llamar a un abogado matrimonial y, sin embargo, él, al darse cuenta de lo que me pasaba, solo se había reído. Eso me hizo reflexionar. Plantearme por qué me había puesto en lo peor teniendo en cuenta que confiaba en mi marido, que llevábamos juntos muchos años y que nunca me había dado ni una sola razón para desconfiar de él.

Durante el tiempo que estuvo durmiendo me planteé coger mis cosas y marcharme, llamar a un abogado, a un detective privado y un millón de cosas más. Quizás lo de pensar mal se me había ido de las manos y si me hubiese dejado llevar por mis impulsos lo hubiese estropeado todo. No sé si me estaré equivocando, pero teniendo en cuenta nuestro pasado he decidido que pesa más lo que sé de él que lo que imagino y que he estado a un pelo de perder al hombre de mi vida, porque los pequeños detalles son, en el fondo, los que tienen el poder de cambiarlo todo.

Lulú Gala