Con una ruptura debidamente llorada, masticada y tragada, una soltería recién estrenada, y el verano asomando por el horizonte, yo tenía ganas de emociones fuertes y novedades en mi vida. Y ello, hoy en día, parece que solo se consigue mediante la descarga el Tinder. Algo a lo que llevaba dándole vueltas tantos días, con temor, y que sin embargo me supuso algo similar a descorchar una botella de champán: desencadenó y liberó toda mi energía, y supe pronto que era lo que venía necesitando. Risas, novedades, anécdotas, emoción. Si estás falto de todas estas cosas, la vida no te lo da si no das tú el primer paso.

 

 

No sé si os ocurre, pero a mí hay noches de sábado que permanecen en mi cabeza hasta mitad de la semana siguiente, de tan buen sabor de boca que dejan. Aunque éste que os cuento comenzó a fraguarse desde el jueves, día en que me descargué la famosa aplicación de citas. Comencé a usarla con cautela, porque lo primero con lo que me topé fueron conocidos a los que veo cada fin de semana. Vivo en una ciudad pequeña, y al fin y al cabo, el que busca, busca en todos sitios.

 

Comencé a dar matchs y a hablar con gente. Las primeras conversaciones que mantuve fueron con un chico que acababa de llegar a la ciudad, viajero y simpático, con buena conversación y con el que en seguida me pasé al whatsaap (me di cuenta rápido que salir de la aplicación para seguir hablando igual por otra es  como un «me interesas»), y un mozo hippy y empresario (combinación difícil pero posible). Pero ninguno de ellos me llamaba la atención para lo que mi cuerpo venía pidiendo a gritos. Vamos, que eran muy simpáticos, pero al pedirles más fotos, ninguno me atraía.

 

 

El sábado por la mañana, al amanecer húmedo el día en todos los sentidos, insistí con el Tinder – no podía ser tan complicado-, y di con un par de chicos  bien majos, y con unos cuerpos de escándalo. Ambos tenían profesiones físicamente exigentes, y se notaba que estaban al día. Esas conversaciones fueron buenas, los chicos prometían, pero quedaron ahí. Ninguno me propuso quedar, ni tan siquiera me pidieron el teléfono. Además, tuve la necesidad de avisar a mi amiga S. de que hablaba con uno de ellos, ya que la aplicación me chivaba que ambos eran amigos de Facebook. Resulta que en el pasado habían tenido más que palabras. Me dio su bendición, permiso y efusiva recomendación para lanzarme a hacer lo que tuviera que hacer ya que ella ahora estaba fuera del mercado.

 

Con algo de frustración – y tensión sexual – acumulada, me dispuse a vivir la saturday night, para la que tenía planes con mis amigas. Tras cenar en un mexicano, dando buena cuenta del tequila que nos pusieron por delante, fuimos a la fiesta que teníamos prevista. No presentía que fuera a ser una buena noche, pero curiosamente me animé. Cómo no hacerlo si me encontré rodeada de jugadores de rugby que estaban de visita en la ciudad. Con la calentura que llevaba, era lo que me faltaba…

 

Cuando la fiesta acabó arrastré a la única de mis amigas que seguía con tantas ganas de fiesta como yo al único bar que iba a seguir abierto hasta las seis de la mañana.  Al llegar fui directa a suplicar por una botella de agua (tal era la borrachera y el calor). Mientras luchaba por la atención del camarero, me percaté de que dos chicos me hacían unas señas muy raras desde la otra punta de la barra. Tan insistentes eran que les animé a que se acercaran. Llegaron a mi lado, y mi cara fue un poema cuando me dijeron que ambos se estaban comentando que me habían reconocido por ser «la chica con la que he hablado esta mañana por Tinder».

 

 

 Pero-por-el-amor-de-dios-a-ver-si-me-estoy-enterando. ¿Resulta que hacía unas pocas horas, y sin darme cuenta, estaba lanzando la caña a dos seres que son superamigos entre sí? Y ya sabemos cómo son estas cosas, utilizando las mismas frases y artimañas (lo hacéis tod@s, admitidlo). Me moría de la vergüenza, pero un momento que pudo ser terriblemente embarazoso fue divertido porque estaban de muy buen rollo. Demasiado buen rollo… Por su sonrisilla vi que les encantaba estar en esa situación de competición por conseguirme como trofeo. La imaginación de los tres volaba, y estaba claro que la situación les motivaba. En esas estábamos cuando se declaró una inesperada batalla campal: se me ocurrió decir que uno de ellos estaba muy cambiado con respecto a las fotos y que de no haberme saludado no le habría reconocido. Se hizo el silencio y se le cambió la cara. El chaval se ofuscó tanto que me montó un pollo monumental, ¡a gritos!, metiéndose con mi físico y minusvalorándome. Como ya sabemos, no hay relación directa entre buen cuerpo y buena autoestima, y mi inocente comentario debió herirle el frágil ego. Así que hice lo más sano que hay en el mundo, mandarle a la mierda con todas las letras.

 

 

Afortunadamente, el otro individuo, aparte de ganar en persona, tener una sonrisa perfecta, el mismo cuerpo que el prometido en las fotos, sentido del humor, oler inequívocamente a empotrador… se quedó a mi vera haciéndome todo el casito del mundo. Era el que contaba con el sello de calidad impuesto por mi amiga S., así que seguí la recomendación y pasé una mañanita intensa (ya había amanecido cuando tuve lo que llevaba tanto tiempo necesitando, una buena maratón de sexo y buena complicidad para hacer guarradas). Traspasé la barrera psicológica de dormir con alguien en mi cama tras mi ruptura y afortunadamente la mañana de domingo no se llenó de promesas que no valen nada….

A pesar del buen final, decidí desinstalarme el Tinder. El mundo virtual (como el normal) es muy pequeño.

 

 

Las Lunas de Venus