Querido mío:

No sé cómo escribirte esta carta, si en pasado, si en presente o si en condicional.

No sé cómo me lo monto, pero cada vez que dejo mis huellas sobre esta arena, apareces. Bueno, aparece tu recuerdo, como un relámpago, devastando. Las tormentas no piden permiso, tú tampoco lo has hecho nunca.

Fuimos verano, el verano. Fuimos manos desesperadas, ojos insomnes, bocas hambrientas, placeres escondidos. Fuimos tanto en tan poco que normal que mi cabeza no aprenda a rechazar nuestro pasado. Y es que en el fondo me encanta pensarnos, revivirnos, inventarme escenas, no saber ya qué fue real y qué es producto de mi imaginación que tiende a crear guiones dignos de película francesa.

Hay voces en mi día a día que me dicen ‘aún no le has olvidado’ a lo que siempre respondo que no, que claro que no, que cómo te voy a olvidar, que por qué te voy a olvidar, que por qué te debería olvidar. Me encanta que formes parte de mi pasado, es un hecho que jamás querré negar.

Me encanta que fueras tu el primero en ocupar un pedazo de mi corazón, me encanta que fueras la primera persona con la que aprendí qué es eso de echar de menos, me encanta recorrer estas baldosas que nos vieron darnos la mano sin saber cómo ni por qué y pensar que qué suerte tienen, que seguro que han aguantado el peso de miles de pasos enamorados.

Han pasado casi diez años desde que fuimos y nos siento como si fuera ayer, bueno no, en realidad no. Ya no siento la intensidad, las ganas, la fuerza; ahora me alimento de la paz que me da saber que ya no necesito eso, que ya no quiero eso, que qué bonito fue tenerlo y que ojalá todo el mundo lo viva al menos una vez en la vida, pero ya no, yo no, ahora no.

Si volvieras te abrazaría, te inspiraría, llenaría de ti cada célula de mi cuerpo, pero nada más, creo que ni querría besarte. Con tenerte cerca y confirmar que fuiste real sería más que suficiente.

Ay, qué cosas tenemos las románticas empedernidas.

Fueron treinta días, de los cuales pasamos cinco mirándonos, diez buscándonos y solamente quince encontrándonos y aquí me tienes, tres mil doscientos ochenta y cinco después pensando que qué monos fuimos, que cuánto bien me hiciste, que qué suerte tuvimos al cruzarnos en esta playa.

Dicen que la sal del mar cura las heridas, las de la piel y las de debajo de ésta, me ha quedado un cicatriz preciosa a tu nombre.

Te pienso frente al mediterráneo y solo puedo saber que mi corazón ya no late, navega.