Sé que me recuerdas.
Básicamente, lo sé porque hace un par de meses te mandé un mensaje para felicitarte por tu cumpleaños. Esperé que cuando llegara tu turno de hacer lo mismo, me sorprenderías devolviéndome la felicitación.
Pero no lo hiciste. Y eso no fue ninguna sorpresa.
Contigo a lo largo de los años he ido poniendo una desilusión encima de otra. Incluso cuando mi ilusión ya no era que me cogieras de la mano, sino, simplemente, que fueras mi amigo. Hubiera podido entender tu desidia en lo que a mí respecta como un mecanismo de defensa, para no implicarte, para no hacerme daño, quizá. Y sin embargo, esa actitud persistió una vez dejamos de vernos las caras. ¿De qué tenías miedo, querido? ¿De mí? ¿De ti? Nunca lo supe. Ya tengo más que claro que nunca lo sabré. Creía que al crecer podrías hablar conmigo como personas razonables. Que algún día me llamarías para tomarnos esa Coca-Cola y hablar de tiempos lejanos ahora que nuestras vidas estaban del todo separadas.
Pero no lo hiciste. Y eso no fue ninguna sorpresa.
Yo ansiaba los momentos a solas contigo. Me encantaba ver cómo te liberabas de las capas que te ponías en el colegio y te dejabas ser tú. Me encantaba ver cómo me hacías ser yo. Podíamos reír sin que nadie nos señalara, podíamos hablar de cualquier cosa y nos entendíamos. Desde el primer momento supe lo que iba a ser yo para ti: tu eterna y mejor amiga. La única con la que podías dejar de ser el chico que todos esperaban que fueras. La única con la que hablabas de lo que no hablabas con nadie más. ¿Que si me dolía? No. Estaba encantada de ser la llave de tu libertad. ¿Que si esperaba algo más? Puede. Puede que esperase que en algún momento dejaras de ver a la chica más bonita como la merecedora de tus besos, puede que esperase que mi vida se volviera una película americana hacia el final. No necesitaba mucho tiempo. Sólo un roce. Un gesto. Algo que me diera a entender que había llegado a tu corazón adolescente de la misma manera que tú habías llegado al mío. Que me dieras una señal.
Pero no lo hiciste. Y eso no fue ninguna sorpresa.
Hubiera querido que fueras lo bastante valiente como para olvidar que yo pesaba más de lo normal y que mi sonrisa estaba siendo reparada por unos monstruos del infierno hechos de hierro. Hubiera querido que me mirases siempre como me mirabas cuando íbamos solos en el autobús; esos diez minutos de tú y yo, de nosotros, que nadie nos podía quitar. Porque sé que con ella no eras quien eras conmigo. Ella no hizo por ti lo que yo hice. Ella no te entendía como te entendía yo. Claro que… teníamos quince años. Nadie buscaba el abrazo del alma, sino el de un cuerpo. Y todavía a día de hoy hay quien lo prefiere. Yo esperaba que tú fueras a ser diferente.
Pero no lo fuiste. Y eso no fue ninguna sorpresa.
Querido primer amor de mi vida: gracias. Gracias por hacerme entender que el amor verdadero ve más allá de todo lo que tú no fuiste capaz de ver. Gracias por descubrirme un amigo en los tiempos más complicados, así como un chico de funcionamiento sencillo que a mí me divertía estudiar. Gracias por los recuerdos, incluso esos que me hablan de que yo no era suficiente para ti. Me gustaría poder olvidar que exististe en mi vida.
Pero no lo haré. Y eso no será ninguna sorpresa.