Duele.

Dolores musculares. Articulares. Jaquecas. Pinchazos. Cólicos. La mar de cosas bonis: quien piense que la depresión y ansiedad causan sólo “dolor en el alma” puede irse, por mí, directamente al carajo. De todas estas cosas que viví la menos divertida, sin duda, fue el “Bolo histérico”: la sensación de tener algo permanentemente atascado en la garganta. Hola amichis, me llamo Mariella y he sufrido (una y otra vez) de depresión y ansiedad.

Es indiferente a tu estado de felicidad.

Me diagnosticaron con depresión ansiosa con rasgos obsesivo-compulsivos (#win) a mediados de marzo de 2004. Tenía 24 años, un trabajo de puta madre, amigos chachis, un novio que me quería bien, una familia cercana y sana y estaba, además, más guapa que nunca. No había NADA mal en mi vida. El 29 de febrero de ese año, sin embargo, me dio lo que mi psiquiatra bautizaría luego como un “resfrío cerebral”. Sin motivo aparente, empecé a sentirme como en una canción de Alex Ubago: hecha un despojo y muy mal hecha.

Te sientes sola.

Muchísimo. No encuentras palabras para explicarle a tu madre que despertar por las mañanas es lo peor de tu día. No sabes cómo decirle a tu jefe que te cagas en el excel y que sólo quieres desaparecer. No sabes cómo hablar con tu novio sin sentirte culpable por cuestionar vuestro amor y recurrir a los amigos se hace imposible porque socializar te agota. El cumpleaños de mi madre fue un 6 de marzo y recuerdo haber abandonado la cena para ir a emborracharme a un bar: pensé que borracha dejaría de sentirme para el orto, pero la resaca al día siguiente sólo me hizo sentir peor.

Sientes que se te va la olla.

Una y otra y otra vez. No estoy loca, me repetí mil veces. Pero sentía como si lo estuviera.

Pedir ayuda no es fácil.

Mi primer ataque gordi de ansiedad fue en un cine. Viendo “Escuela de Rock”. Con mamá a la izquierda y papá a la derecha. Huí del cine incapaz de permanecer sentada en la oscuridad, con ganas de correr, con ganas de dormir, con ganas de gritar, con las manos temblando y el pulso a mil. Y LA PELI NO ERA TAN MALA. Mamá y papá fueron detrás y a las 24 horas estaba yo en la consulta del que por varios años sería mi psiquiatra (HOLA QUIQUE). Papás: afortunadamente aparte de guapos son muy listos, así que por entender que en aquel momento yo necesitaba ayuda les estaré eternamente agradecida.

Por mucho tiempo no se lo conté a nadie: me sentía débil, culpable y avergonzada. No me tomé la baja en el trabajo, adelgacé diez kilos sin proponérmelo y me pasé meses echándome la siesta a la hora de comer. Tengo esos meses borrosos en la memoria y pasaron años antes de que pudiera hablar de eso como algo que efectivamente me había pasado.

Las tareas cotidianas se vuelven imposibles.

Siempre he trabajado en ambientes estresantes (agencias de publi, start-ups) pero, paradójicamente, el estrés del trabajo no ha sido jamás un desencadenante de episodios de ansiedad. Lo que me tocaba las fibras eran cosas triviales (hacer la compra, llegar a tiempo a una cita) que bajo el prisma de la ansiedad me paralizaban y se volvían imposibles.

Pierdes el interés en todo.

Lo pierdes: incluso con gente y cosas que te gustan, motivan y alientan. Esa desidia, lejos de ser un me la suda en toda regla, te hace sentir egoísta, culpable y fracasada. No abrí un word para escribir hasta casi dos años después. Dejé amistades en el camino pero, afortunadamente, me quedé con las indispensables.

La comida puede volverse tu peor enemigo.

La comida, el tabaco, las drogas, tu tarjeta de crédito. Cualquier cosa que te dé placer inmediato se vuelve un peligro y hasta que no eres consciente no eres capaz de superarlo. Después de ser consciente, a veces, tampoco.

No, tus consejos no ayudan.

¿Ya te dije que uno se siente débil, culpable y avergonzado de esta enfermedad, no? Súmale hordas de gente con empatía cero diciéndote:
Deberías mejorar tu actitud.
Esfuérzate un poco más.
No me parece bien que tomes medicación tanto tiempo y todos los días.
Pero es fácil, ¡Sé feliz!
(Zoom in a la cara de toda esta gente): AMICHI, MERECES LO PEOR. La depresión no es una tristeza pasajera y la ansiedad no es ponerte muy nervi antes de un examen. Son enfermedades igual que una hepatitis: no se curan mejorando la actitud. Acéptalo ya. (Zoom out a plano de cuerpo entero. Cartelito de “Toli”).

Para mí los abrazos fueron importantísimos. Fuera del aspecto científico que tiene un abrazo, como que ayuda a relajar el sistema nervioso simpático y a decrecer el ritmo metabólico (OIGA QUE YO ME INFORMO), el contacto humano siempre mola y nos hace sentir menos marcianos.

La llegas a querer como a un hijo feo.

En mi caso la medicación fue fundamental para la recuperación y la terapia me ayudó a entender que así como hay gente con asma o gente estreñida, a mí me tocó vivir con depresión: que esta es una enfermedad que altera la manera en la que pienso, reacciono y me relaciono y que no debo tenerle miedo a las recaídas ni a sentirme vulnerable. Vivir con depresión me ha enseñado muchísimo: a rodearme de la gente correcta, a racionalizar y desmenuzar las emociones, a despertarme todas las mañanas con la determinación de hacer de este un día de puta madre y a escribir bonito, porque vivo con los sentimientos muy a flor de piel todo el tiempo.

Cormac McCarthy dijo que “Las cicatrices tienen el extraño poder de recordarnos que nuestro pasado es real” y no le falta razón: tengo cicatrices que antes de 2004 no existían y hay días en que esas heriditas interiores pican más que otros. A día de hoy hacer trámites me supera, un grano significa que me voy a morir, pienso todo el tiempo que la he cagado y amo los spoilers porque sólo así puedo ver pelis en paz. Encontrar el orden perfecto (para lo que sea) puede tomar toda mi energía, me desenvuelvo fatal en grupos grandes de extraños, se me dan pésimo los enfrentamientos y la rutina, lejos de aburrirme, me alivia y reconforta. No soy más una persona de mañanas (a veces ni de tardes) y el humor ha sido siempre mi mejor salvoconducto. He tenido dos recaídas considerables (he aprendido ya a perdonármelas) y he superado muertes, rupturas, despidos y cuernos como cualquier hija de vecina. Aún no he sido capaz de ver completa «Escuela de Rock» después de casi 12 años, pero me he reconciliado ya conmigo misma pues he sido capaz de hacer muchísimas cosas más.

Si te sientes como en una canción de Alex Ubago, pide ayuda. Nadie debe sentirse nunca así.