Cuando la comida es para ti algo más que simple alimento, hacer la compra a veces se convierte en una prueba personal. No soy una chica a la que le encante hacer la compra. No disfruto eligiendo la mejor lechuga, siempre me equivoco comprando melones y sandías y no tengo ni idea de qué pescado es el mejor de la pescadería. Pero claro, cuando vives sola, quieras o no, tienes que bajar al supermercado de vez en cuando.

Lo más lógico a la hora de hacer la compra de la semana es hacer una lista con los básicos que no pueden faltar en tu despensa: leche, embutido, huevos, frutas, verduras, yogures, tampones, pan bimbo, zumos (soy adicta a los zumos), coca colas (soy adicta a la coca cola)… y añadir, previa planificación, esas otras cosas que necesitarás esta semana: pescado, carne, detergente, condones (a mí es que me da menos vergüenza comprarlos en el supermercado que en la farmacia).

Sí, la teoría es muy bonita, pero como siempre, la práctica suele ser completamente diferente. Hacer la compra es para mí todo un suplicio. Imaginaos hasta qué punto, que preferiría planchar antes que tener que venir cargada como un sherpa cada vez que voy a por provisiones. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que yo, realmente, lo paso mal dentro de un supermercado.

La comida me pierde. Todo me gusta. Bueno, todo no, claro, solo lo que engorda. Eso hace que, para mí, ir hacer la compra sea una continua lucha interna contra mi antipepito grillo, que es un señor que vive dentro de mí y me va diciendo cosas como «Dios, mira esas magdalenas, qué esponjosas, tienen que estar buenísimas», mientras me voy recorriendo los largos y suculentos pasillos de la tienda.

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Yo no sé cómo se las apañaría Jesucristo durante los cuarenta días que estuvo en el desierto y fue tentado por el demonio, pero a Jesús me lo querría ver yo en un Mercadona, con un presupuesto limitado (que esa es otra, la comida tampoco es gratis) y con más ganas de comerse todos los productos azucarados que de predicar la palabra de Dios. Que sí, Jesús, que haber sido torturado y crucificado tuvo que ser chungo, pero tú no sabes lo que es ir a hacer la compra de la semana con tan solo treinta euros e intentar que no se te vayan quince en donuts.

Es tan fuerte lo que yo vivo dentro de un supermercado que tengo que ir preparándome psicológicamente por el camino. «Te tienes que ceñir a la lista», me voy diciendo. «Sabes que ese tipo de comida no es bueno para ti», me repito una y mil veces. «Bueno, venga, te puedes comprar un capricho. ¡Pero solo uno!». Cuando lucho contra mi mente, siempre gano yo.

Pero por muy entrenada que llegue al supermercado y por muy buenas que sean las intenciones que yo lleve a la hora de realizar esa compra, no sé cómo me las arreglo que siempre acabo pasándome la lista de la compra por el forro de las bragas (metafóricamente hablando) y comprando lo que me sale justo de lo que esas bragas están cubriendo (el chichi).

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Solo me doy cuenta de la que he liado cuando llega la hora de pagar. Según voy colocando en la cinta los productos que finalmente he elegido voy siendo consciente de que la mitad no los necesito y la otra mitad no debería comerlos. Aunque la sorpresa mayúscula viene cuando la cajera me dice «Son cuarenta y tres con sesenta y cinco». ¡Pero bueno pero qué ha pasado aquí! ¡Si yo lo tenía todo superorganizado y hasta me había hecho una lista para no pasarme de los treinta euros! ¡Y encima se me ha olvidado comprar el detergente!