El autoengaño es, en términos coloquiales, el arte de mentirse a uno mismo. Aunque suene a cuento chino, todos en algún momento hemos puesto en práctica consciente e inconscientemente el autoengaño ya sea de forma negativa –subestimándonos– o positiva –sobreestimándonos–.

En ocasiones anestesiamos a la percepción con el fin de no dañar nuestro autoconcepto. A medida que evolucionamos –como especie y como personas– desarrollamos formas más eficaces de engañarnos y engañar a los demás. El autoengaño es una forma sofisticada del engaño, mentir a los demás puede ser fácil –a veces– pero engañarse a uno mismo es cuanto menos complicado. Según algunos expertos, a nivel adaptativo esta técnica ha sobrevivido porque permite ocultar aquello que nos avergüenza o que no queremos revelar, y que mejor forma de conseguirlo que enviando la verdad al inconsciente. De esta forma la mentira se vuelve creíble tanto para el que engaña como para el engañado.

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Sentirnos los putos amos –un poquito más de la cuenta– es la forma más extendida de autoengaño. Por ejemplo, identificamos nuestro rosto con más rapidez en fotos retocadas favorablemente que en aquellas en las que salimos “al natural”. Los filtros de Instagram pasan a convertirse en una herramienta para adecuar la realidad a nuestras expectativas en vez de una forma de mejorar nuestro careto matutino.

Otra forma de autoengaño es la ilusión de control, que surge como consecuencia de una excesiva confianza en nosotros mismos y de la necesidad de previsibilidad ante la incertidumbre del día a día. Creemos que podemos evitar el peligro basándonos en una incierta certeza estadística tan absurda como jugar a la ruleta rusa y pensar que los disparos sin bala aumentan nuestra probabilidad de sobrevivir en el siguiente intento.

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El autoengaño también afecta a nuestros valores éticos y morales, juzgamos con más severidad al prójimo aunque el delito sea el mismo. Nuestro doble rasero nos lleva a sentenciar a otros por hacer lo que secretamente deseamos. Recuerdo que hace un par de años conocí a un chico gay que creció en una familia que disfrazaba la homofobia bajo el seudónimo de lo “tradicional”. Durante su adolescencia negó a todos –y  a sí mismo– quién era realmente e incluso discriminó a los que tuvieron valor para declarar abiertamente su orientación sexual, no sé si por la envidia que produce ver a otros vivir como tú quieres hacerlo o porque había interiorizado la retrógrada actitud de su familia.

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Otro caso de autoengaño es el que se da en el sector femenino respecto a la ropa. No son pocas las veces que me he topado con mujeres que quieren vestir minifaldas pero que por la falta de autoestima no lo hacen. El problema es que convierten sus problemas de aceptación en odio hacia las mujeres que sí se quieren. Dicen –y se creen– frases como «qué vergüenza ir así vestida, parece un putón» o «con esos muslos como se pone shorts, parecen dos morcillas» cuando realmente piensan «joder, yo quiero tener los ovarios para ponerme eso sin que me importe lo que dicen las tías como yo».

Para estudiar el autoengaño a nivel social solo tenemos que fijarnos en la forma de valorar las cualidades de nuestro grupo –equipo de fútbol, grupo de amigos, partido político–. Tendemos a generalizar los defectos del grupo rival y de sus integrantes, y a exagerar las virtudes de nuestro grupo percibiéndolo como más unido.

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Al fin y al cabo somos expertos en todo, los reyes de los cuñados y conocedores de cada entresijo económico, político y social. Tenemos la opinión verdad absoluta y estamos dispuestos a gritarla a los cuatro vientos cuando haga falta pero ojo, si alguien intenta desacreditarnos que se prepare. En nuestro maletín de evidencias no hay cabida para los sesgos o la desinformación, y nos autoengañamos pensando que conocemos el significado de la vida, mirando por encima del hombro a todos los que intentan ampliar nuestro punto de vista. ¿Es adaptativa esta actitud o simplemente es una forma poco acertada de esconder nuestros miedos?