Me estoy dando contra un muro 

Nos conocimos en tiempos de pandemia. Yo, que nunca había usado aplicaciones para conocer gente, me descargué Tinder. Hasta ese momento había permanecido en modo cascarón sexual, una época en la que no me había apetecido estar con nadie; hasta que después de los meses de encierro forzoso, mi cuerpo se reveló. Me apetecía conectar físicamente con alguien, sí; pero sobre todo quería conexión emocional.

Después de alguna qué otra historia extraña con unos y otros, apareció él. Y me descuadró por completo porque lo primero que pensé después de los primeros contactos virtuales fue: “Este chico no se queda en mi vida”. Ja. No sabes lo mucho que me he reído de ese pensamiento.

Dos años después, aquí seguimos. Hemos tenido idas y venidas, meses en los que no hemos parado de hablar, de emocionarnos, de descubrirnos, de discutir, de reconciliarnos. Y han sido temporadas muy extrañas porque, a pesar de que nos conocemos bastante bien, pienso que no tenemos la mejor de las comunicaciones. Él es un chico que tiene las cosas muy claras y, a veces, es demasiado. El primer día que nos conocimos me dijo que no podríamos tener una relación “corriente” por motivos que pertenecen a su más estricta intimidad y que compartió conmigo. Le entendí, pero yo no quise escuchar y creerle porque me parecía imposible no poder saltarnos las normas, que es para lo que están, ¿no?

Mi razón no alcanzaba a comprender tal cosa porque mi lógica entiende que si una persona está en el cielo con otra, ¿por qué no volar juntos?

Estaba convencida de que podríamos superar esas barreras. Pero él me explicó, con paciencia, que no. Que querer no es siempre poder. Aún así, pasamos ese primer día entre cañas, risas, confesiones, miradas y muchos besos, que pasaron a caricias, que se convirtieron en abrazos y que llevaron a dormirnos el uno sobre el otro. Amanecimos, nos volvimos a devorar y así pasaron las horas, hasta que las obligaciones diarias llamaron a la puerta y nos devolvieron a la realidad. Hablamos mucho después de aquello. Y él, que aseguraba que había estado muy feliz conmigo, volvió a encerrarse un poco en sí mismo, como solía hacer cuando notaba que se dejaba conocer más en profundidad.

Capté esas señales, las hablamos, las reconoció e insistió en que “querer no es poder”. A golpe de realidad, de proponer quedar una y mil veces más y obtener evasivas, comprendí que, efectivamente, no iba a tener nada más allá con él. No me había mentido. Yo no había querido escuchar. No había querido creer que no me iba a dar más. Y será que soy una ilusa de cuidado que piensa que cuando dos personas conectan así, no hay límite. Así que, con los pies un poco más en el suelo, me puse a mí primero en la lista de prioridades y le dije que yo no podía más, que si iba a ser que no, que no me buscara.

Frenamos contacto unos cuantos meses, hasta que me preguntó un simple “qué tal” un día por whatsapp y me obligué a bloquearle. Dos meses más tarde, producto de una borrachera de sincericidio, le desbloqueé y le escribí cosas que me había guardado anteriormente por miedo a que desapareciera. Le eché en cara que había hecho fatal las cosas porque mi rabia decía que si él sabía que no iba a poder ser, ¿por qué me buscaba, por qué era tan encantador cuando quería atención, por qué no se guardaba las ganas en su cajón y por qué se empeñaba en arrastrarme a su mundo? A la vez, él se defendía diciendo que yo sabía desde el primer momento que nos vimos que no iba a poder dar más porque no se lo permite, porque sus mierdas mentales y físicas le limitan y que, en todo momento, fue sincero conmigo. Sí, había habido verdad en aquello, pero lo cierto es que él echa de menos tener a una persona a su lado, sentirse querido y eso tiene mucho de egoísmo. Se lo permití, claro; y parezco nueva a veces. Pero yo también tenía sed de recibir amor y, sobre todo, de dárselo a él. Porque me encantaba. Cerramos aquel capítulo cuando le dije que, de verdad, aquello me estaba afectando más de lo que podía soportar. No podía dar más a quien no quería mi cariño porque hay energía y tiempo invertido en él, y porque ese amor consumido debería estar en el corazón de otra persona que supiera valorarlo. Me dijo que lo entendía.

Así pasamos más meses… Hasta que un día tonto, en mitad de una cerveza con una amiga, salió su nombre. Me preguntó si había pasado página. Le dije que sí, pero que de vez en cuando me acordaba de él y que coincidía en que hacía días que le pensaba más. Sí, es normal, acordamos. Mi amiga se fue a pagar las cañas y sonó el móvil. No me podía creer que fuera él. Energías, dicen. 

“A veces me acuerdo de ti y quiero pensar que estás bien. Ojalá sea así. Y perdona por escribir”. 

Se me paró un poco el latido. Ahora veo que no debería haber abierto la puerta de nuevo, pero soy débil y le dije que a mí me pasaba igual. 

Hemos vuelto a las andadas, pero sé que no nos hacemos bien y que la que acaba mal en la historia soy yo. 

La teoría me la sé de pe a pa; pero supongo que todavía tengo trabajo conmigo misma para poder ser capaz de dar carpetazo a esta historia. Ahora mismo no me veo con fuerzas de mandarle a pastar, que es lo que debería hacer por muy encantador que es cuando nos vemos. Y soy muy consciente de que no le voy a hacer cambiar, que no tengo los polvos mágicos para que vea que querer sí puede ser poder si uno pone de su parte.

No soy salvadora de nadie, ni soy más especial que nadie para que quiera estar conmigo. Tampoco soy menos especial, y por eso debería decirle adiós y guardarme todo el amor que le regalo a quien no lo quiere para dármelo a mí primero y luego, si se tercia, dárselo a quien de verdad lo merece.

 

Pizca de Vergüenza