Relato: Recuerdos de papel

 

Llevaba décadas sin pisar el pueblo que me vio nacer, crecer, hacerme una mujer y huir lejos, con una maleta pequeña en la mano y un corazón roto dentro del pecho. Ni siquiera había querido regresar. Me habían obligado las circunstancias, mi hermana me necesitaba allí. No es que se hubiera cansado de venir siempre ella a verme, que puede que también, sino que estaba convaleciente y requería ayuda hasta para lo más básico durante las semanas que tardaría en recuperarse.

No dudé en volver a hacer una maleta para acudir y estar con ella. Y no dediqué ni un solo pensamiento a las razones que me habían hecho escapar tanto tiempo atrás, hasta que vi con mis propios ojos que mi hermana estaba bien y estuve instalada en la vieja casa de mis padres. En aquel cuarto pequeño y oscuro que ya no se parecía al que yo había ocupado, pero que, de algún modo, me devolvió a aquella época. Parte de mí tenía miedo de salir y enfrentarse a la posibilidad de toparse con aquellos que todavía me recordaban. Lo cual era inevitable en un pueblo pequeño. Pero era obvio que permanecer encerrada no era una opción.

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Me encontré con Manuel en mi segunda salida a la compra y a la farmacia. Paseaba de ganchete con una mujer joven. Nos cruzamos en el mismo tramo estrecho de acera y el reconocimiento me recorrió el cuerpo en forma de escalofrío. No tardé ni medio segundo en descubrir al chico debajo del anciano que conservaba su porte y forma de caminar. La edad le había tratado bien, pensé. Él me sonrió y me dijo ‘buenas tardes’. Yo me quedé parada ante la displicencia de su saludo, mientras veía cómo continuaba caminando calle abajo. No me había reconocido. Normal, tenía casi cuarenta años más a las espaldas. Al contrario que el suyo, mi rostro no tenía nada que ver con el de la chica que se había ido de aquel sitio sin mirar atrás.

Por lo que mi hermana me había informado, era el único de nuestra antigua pandilla que todavía residía en el lugar. Muchos se habían mudado, otros simplemente se habían ido ya. Estábamos en ese punto de la vida… comenzábamos a ceder a la edad y a la enfermedad.

 

Relato: Recuerdos de papel

 

Quizá por eso fui incapaz de desalojarlo de mi mente desde que, después de tantos años, nos volvimos a ver. ¿Se habría parado a hablarme si hubiera sabido quién era? ¿Nos habríamos puesto al día, como si nada?

No había planeado hacerlo, de hecho, no había sido consciente de que mis pasos distraídos me habían plantado en la puerta de su domicilio. Me abrió la chica con la que lo había visto unos días antes. Le pregunté si estaba Manuel y ella me dijo que sí, pero que estaba descansando. Que tenía días mejores y días peores, y ese era uno de los segundos. Pese a que no tenía ningún derecho, pregunté qué le pasaba. Y ella respondió. Me habló de su enfermedad, de su mente rota. Y yo le di las gracias y, con el cuerpo temblando y las lágrimas asomando, me retiré a la habitación en la que tanto había llorado por él.

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Volví a sentirme como la chiquilla que le quería tanto que le dolía. La estúpida que jugaba con él como si tuvieran todo el tiempo del mundo. La que sabía que estaba enamorada hasta el tuétano y, aun así, iba y venía. Demasiado joven, ingenua y alocada. No era consciente de que, con cada ruptura, le perdía un poco, lo alejaba de mí. No podía imaginar que alguna podría ser la última, que él perdería la paciencia. Que ya no estaría esperándome con los brazos abiertos. Qué equivocada estaba, qué egoísta e insufrible era. El miedo a desperdiciar mi juventud, a dejar etapas por quemar y cosas por hacer, me había hecho perder al que sería el amor de mi vida. Él se había rendido y había acabado por enamorarse de otra que lo trataba y le quería mejor. Y yo me marché, destrozada, como la cobarde inmadura que era.

 

A pesar de que al principio intenté olvidarle en los brazos de otros, nunca me volví a enamorar, no me casé, no tuve hijos. Fui feliz, aunque le añoré más de lo que nunca admití y mi vida fue muy diferente a cómo había supuesto que sería mientras mi corazón latió al ritmo del suyo. Él sí vivió una muy parecida a la que soñamos juntos. Con su matrimonio y su estabilidad y sus hijos y sus nietos. Manuel había enviudado, pero había vivido un amor bonito y una vida feliz. Si bien me alegraba por él, siempre le había envidiado por eso. Lo peor era que él lo hubiera olvidado, que no le quedase ni el consuelo de haberlo tenido. Porque… ¿lo había olvidado todo, todo? ¿A su familia? ¿A mí? No sé por qué necesitaba saberlo.

Así que lo intenté de nuevo. La mujer que lo cuidaba me recibió con una sonrisa amable en la cara.

—Eres Felisa, ¿verdad? —preguntó ante mi más absoluto pasmo—. Te he reconocido por el lunar.

—¿Qué lunar? —Inconscientemente, me llevé una mano al cuello.

—Ese que tapas, el de debajo de la oreja —respondió ella—. El que tiene forma de nube y que tanto le gustaba besar a mi padre.

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Me quedé de piedra, el cuerpo no respondía a las órdenes de mi cerebro conmocionado. Tal vez porque este no las daba; no sabía qué hacer. No lo supe hasta que la hija de Manuel amplió su sonrisa y me pidió que pasara. Podía verle, pero debía tener en cuenta que no me reconocería y que no debía insistir. Por lo que me explicó, en esos momentos estaba en su lugar feliz. Y su lugar feliz no era un lugar en sí, sino una época.

Una época a la que volvía una y otra vez. A los años que pasamos juntos y de los que le hablaba a aquella chica, que no era la más indicada para escuchar hablar del amor que su padre sintió por una mujer que no era su madre. Porque le había contado quién era esa Felisa, cómo se había enamorado de ella. Cómo le decía, entre caricias, que aquel lunar en forma de nube era de lo más apropiado, porque estar con ella era como tocar el cielo.

 

Me pidió que no me presentara como quién era en realidad y que le siguiera el juego. De modo que, oculté mi más preciado lunar a duras penas con el pelo, respiré hondo y entré a la galería en la que estaba tan tranquilo tomándose un café con galletas. Me presenté como la tía del que había sido su mejor amigo y le dije que iba a estar un tiempo en el pueblo y que me pasaba a conocerle. Charlamos sobre banalidades unos pocos minutos, los que tardó Manuel en decirme que me daba un aire a su chica.

Nunca antes había oído hablar tanto de mí misma, mucho menos en esos términos. Lloré como una niña cuando me contó que le había dejado, pero que él sabía que volvería. Que al final estarían juntos, porque estaban hechos el uno para el otro. Porque él no podía vivir sin ella.

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Fui a verle y a recordar a aquellos dos chicos enamorados que fuimos todas las tardes buenas de las semanas que estuve con mi hermana. Las que su hija me permitió disfrutar con el Manuel que vivía en el pasado. Y las pasé viéndole merendar, reviviendo todas las anécdotas que me contó, lamentando las estúpidas decisiones que tomé. Atesorando esas horas compartidas y guardándolas como oro en paño.

Su propia hija colaboró añadiendo a sus relatos confesiones que le había llegado a hacer en sus delirios. Como aquella vez que me fue a buscar unos días antes de contraer matrimonio con la que sería su mujer y de la que yo no tenía ni idea, porque el que era mi novio por aquel entonces lo echó antes de que yo llegara. O la del tiempo en que meditó seriamente divorciarse y no lo hizo porque acababan de concebir a su primer hijo. El destino siempre estuvo en nuestra contra.

Ahora, de vuelta en mi casa, me aferro con desesperación al dolor de lo que pudo ser y no fue.

Porque todo lo que me queda de nuestro amor son esos recuerdos de papel, guardados dentro de un cajón en llamas. Y cada día es uno menos en la cuenta atrás para verlos arder.

 

Van Drade