Estábamos en un mercadillo de navidad y me invitaste a un Glühwein. Hacía algunas semanas que no nos veíamos y nos estábamos poniendo al día, hablando tranquilamente de nuestras vidas, como siempre. No sé bien en qué momento, en parte por el jaleo del lugar, en parte por la bebida; dejé de escuchar con tanta atención tus palabras para concentrarme mejor en tus ojos verdes, que me devolvían fijamente una mirada cálida, serena, acogedora. Terminamos de beber y empezamos a caminar entre la gente. De vez en cuando, como por casualidad, nuestras manos desnudas se rozaban y yo sentía una pequeña descarga. Llegó un punto en el que había tanta gente que teníamos que caminar uno pegado al otro. Al lado, delante, detrás… Tu contacto me transmitía templanza y seguridad y más de una vez tuve ganas de amarrarte bien a mí, pero preferí seguir disfrutando un poco más de aquella incertidumbre.

La muchedumbre nos dio el empujón definitivo para tirar hacia tu casa. Por el camino tomamos un poco de aquel frío aire de diciembre de la ciudad donde nos habíamos conocido hacía ya casi un año. Parecía que nos habíamos relajado.

 

Al llegar a tu casa te pedí un cargador para el móvil y mientras lo enchufaba, de repente, sentí tu respiración en mi nuca. Todavía no había dejado el móvil en la estantería cuando tus manos, firmes, rodearon mi cintura y ascendieron lentamente hasta mi clavícula, bordeando mi pecho. Apoyaste tu cabeza sobre mi hombro y tras apenas un segundo en esa postura, ese calor tan particular tuyo, inundó todo mi ser.

Me giré, intentando no alejarme ni un milímetro de ti y me alegró descubrir por tu erección que tú tenías tantas ganas como yo. Entonces te besé con suavidad, despacio, porque sólo acabábamos de empezar. Ese era el pistoletazo de salida.

La siguiente parada fue en el borde de tu cama. Qué poco me gustaba al principio esa cama alta, a la altura de mi cintura y qué buen partido supiste sacarle. Seguimos besándonos, empezaste a bajar por mi cuello y me quitaste la camiseta para poder llegar hasta mi pecho. Acariciaste mis pezones, primero con la mano, luego con la lengua. Necesitaba sentirte y te quité la camiseta, recorrí tu torso con las manos, te besé, te mordí el cuello con rabia. Y de golpe me paraste, me diste la vuelta y de nuevo me abrazaste, presionando tu pene erecto contra mi culo, mientras tus dedos apretaban mis tetas.

Casi sin darme cuenta, de un tirón, me bajaste los pantalones y las bragas, sentí cómo recorriste poco a poco mi cuerpo hasta llegar al lugar que deseabas. Juegueteaste un poco con mi culo y finalmente, sin previo aviso, pasaste a la acción: con tu cabeza entre mis nalgas, tu lengua emprendió un acalorado debate con mi clítoris. Las sensaciones que brotaban de mi entrepierna, me hicieron ir perdiendo poco a poco la conciencia. Ya no sabía qué estabas haciendo ni cuánto lo iba a aguantar. La intensidad de tus lamidos iba en aumento y cuando ya estaba a punto de caramelo, paraste.

Me empujaste sobre tu cama. Entonces me di cuenta de que, no sé en qué momento ni me importa, te habías quitado los pantalones. Yo aproveché esa circunstancia para comprobar la fuerza de tu miembro, que se mantenía tan duro como al principio. Apenas me diste tiempo para acariciarte, cuando te pusiste el condón, te inclinaste sobre mí y me besaste una vez más. Pero este beso fue diferente a los otros, fue profundo, de esos que te cortan la respiración y al mismo tiempo te curan la sed.

Acto seguido me miraste a los ojos y empujaste entre mis piernas. Me penetraste con firmeza, con ritmo, sin parar de mirarme a los ojos fijamente, excepto para rozar levemente mis labios. Empecé a sentir un hormigueo entre mis piernas, tú aceleraste el ritmo. Mis intentos por continuar mirándote fracasaron cuando aquel deseado orgasmo hizo temblar todo mi cuerpo. Cuando volví a mirarte, tus ojos seguían ahí y en tu boca, una sonrisa divertida sellaba la complicidad de aquel momento tan íntimo, tan nuestro. Tus labios acariciaron los míos una vez más, antes de que me hiciéras darme la vuelta y me penetraras con vehemencia desde atrás, mientras sujetabas mis caderas con fuerza. Ya casi no podía más cuando comencé a escuchar cómo tu respiración se aceleraba hasta desembocar en un gemido de placer antes de que te desplomaras sobre mi espalda.

En pleno verano y con este calor, lo único que me consuela es pensar en ese frío invierno del norte de Europa y no puedo evitar recordar este momento y preguntarme, ¿habrá otro Glühwein?

Marina Valenzuela Pastor.