Son las cuatro de la tarde. Nos hemos pasado el día en la playa, con su familia, con la sal y la arena. Con todo. Desde que hemos llegado al pueblo no hemos encontrado el tiempo o la energía para follar. Y aquí estamos. Tumbados en la cama, uno frente al otro, en pleno agosto, a la hora de la siesta. Con la casa en silencio, mirándonos a los ojos, sudando, con el ventilador de fondo y las rayitas de luz de la persiana sobre su rostro. Que guapo es. Con sus arrugas, sus marcas, su barba sin retocar. Es guapo. Más que cuando le conocí, cuando aún tenía melena por pelo. Estamos a medio desnudar y al igual que la humedad hecha sudor sobre la piel, nuestro deseo se ha condensado en forma de risas, pequeñas cosquillas y leves caricias. Empezamos a jugar.

Todavía aquí yo creo que va a ser como siempre, pero él ya sabe que hoy va a ser diferente.

Me empuja sobre la cama, de manera que caigo bocarriba y me empieza a besar lentamente el cuello, los hombros, los pechos. Se me acelera el pulso. Mis ganas se desbocan. Las ganas de dos semanas sin follar. Las mismas que una vez tuvimos de adolescentes la primera vez que nos tocamos. Ganas de arrancarle los labios de un solo mordisco. De hacernos uno empezando por la boca. Me incorporo y voy directa a por su lengua. Pero me detiene. Me mira a los ojos y me sonríe. Me besa suavemente, dejándome a medio camino y me vuelve a tumbar sobre la cama. Pasa suavemente las yemas de los dedos por los antebrazos. Me lame, con la punta de la lengua cada recoveco entre mi barbilla y mis ingles. Vuelve a mi cara y me enseña una pluma. Me pide que cierre los ojos y me los besa.

No entiendo nada, pero me dejo hacer.

Recorre con la pluma la zona alta de mis axilas, me río, pero se enciende algo en mí diferente. Baja con ella por los brazos, hasta mis muñecas y ahí se detiene un momento y se me eriza la piel. Vuelve, despacio, hacia arriba. Me sopla levemente por donde antes me toco con la pluma. Llega a mis pezones, duros, entregados. Me roza uno de ellos con la punta de sus dedos, mojados en un gel frío, la circunferencia y luego toda la aureola. Hasta la última esquina de mi piel está en llamas. Me sopla y me toca con la pluma la tripa. Despacio. Me río, me muerdo el labio. No sé qué me está pasando, pero las cosquillas que me hacían de niña poco tienen que ver con estas.

Vuelve a mis pechos y se concentra en el otro pezón. Esta vez, primero lo muerde. Con quietud. Los tiene a su merced y los acaricia de nuevo con la punta de la pluma detenidamente. Primero uno, luego el otro. Uno, otro. Sopla mientras lo hace y yo siento como todo mi placer, todo el que alguna vez he sentido, queda concentrado ahí, en la punta de mis senos, deseando estallar en fuegos artificiales.

Por fin, baja y me quita el tanga que aún llevo puesto. Me desplaza las piernas para flexionarlas y me las abre con delicadeza. A estas alturas, los escalofríos son uno más en la cama. No puedo detener mi excitación y al mismo tiempo creo que estoy más cerca del Nirvana que lo que ha estado cualquier monje en el Tíbet. Es calma y es humedad en mi vagina. Es todo a la vez.

Empiezan las cosquillas de nuevo, toca mis ingles con la yema de sus dedos. Casi es imperceptible pero mi piel entera está ansiosa de su tacto y registra cada intento. Mi cadera recorre la vertical, sola, al ritmo de mi pulso, acelerándose, pero al mismo tiempo a la velocidad de sus movimientos. Sus dedos de nuevo dejan paso a la pluma. Me abre más las piernas y acaricia con ella en una mano mi monte y con la otra me toca dentro. Las cosquillas no cesan, mi confusión tampoco. Mi piel se mantiene entregada hasta que mi éxtasis culmina. Una risa leve, mis dedos enganchados a la sábana, su aliento alegre sobre mi almohada y mi gemido despertando a toda la casa.

@tengoquenayque

Foto de portada: John Rocha en Pexels