La época de exámenes en la universidad es de lo peor. No sé cuántas semanas llevo con la misma rutina: levantarme temprano, ir a clase, salir a comer, ir a estudiar a la biblioteca, ir al gimnasio del campus, y regresar a mi residencia a cenar y a dormir. Así un día tras otro. Si no fuera porque las clases cambian cada día, juro que no sabría ni en qué maldito día vivo.

Aunque debo decir que hay una cosa buena en esa rutina: Javier, uno de los auxiliares de la biblioteca de ciencias. ¡Madre mía! Tiene el pelo castaño y largo, con grandes rizos, recogido en una coleta baja; unos ojos miel felinos que te atraviesan cuando te miran, coronados por unas gruesas y afiladas cejas que le dan un aspecto salvaje; varios piercings en las orejas y uno en la nariz la mar de sexy; y lo mejor: una barba de vikingo que le sienta de muerte. Encima el tío es simpático y divertido, de esos que cuando ya te ven entrar más de dos días seguidos en la biblioteca, te reconocen y te saludan como si te conocieran de toda la vida, y si dejan de verte durante más de un día, te preguntan la siguiente vez que si has estado enferma.

Algo bueno tenía que tener estudiar, ¿no? Al menos, cuando salgo a tomar el aire y a estirarme, si me lo encuentro nos ponemos a hablar de tonterías y me relajo un poco más. Además, tiene una voz potente y masculina que me pone los pelos de punta. ¡Buf! Si no pensara que tengo cero posibilidades con él, ya me habría lanzado a invitarle tomar una cerveza.

Ayer jueves me acordé de él.

Mi compañera de habitación, una estudiante de psicología, me dijo que debería tomarme al menos un día de descanso para despejar la mente y me acabó arrastrando hacia el centro de la ciudad, a un bar donde beber cerveza y lanzar hachas contra una diana de madera es todo lo que la gente necesita para pasarlo bien. ¡Y joder, qué bien me lo pasé! No sabía que lanzar hachas afiladas e hincharme a cerveza pudiera quitarme de golpe tanta tensión en la espalda. Y sí, precisamente ahí me acordé de él. Por alguna razón me era muy fácil imaginármelo de buen rollo allí, delante de una de las dianas, lanzando hachas con una mano mientras con la otra se lleva una enorme jarra de cerveza a la boca.

¿Lo malo de esa salida? Que bebí tanta cerveza, que hoy me he levantado un poco resacosa, súper tarde y con menos cien ganas de ponerme a estudiar. Los viernes no tengo clase, pero quería aprovechar la mañana para terminar un trabajo que tengo que entregar a final de mes y que cuenta para nota. Mi compañera, que debe hacer esto más de lo que me imagino, no sé cuándo se ha ido, pero ni ella ni su mochila están en la habitación, y la cama está hecha. Yo la mato, de verdad.

Miro el reloj: las doce y diez. Paso de irme ahora a estudiar, así que cojo la bolsa del gimnasio, saco uno de los zumos de naranja que tengo en mi pequeña neverita, y salgo de la habitación mientras me lo bebo. Espero que un poco de deporte, el zumo, y el café que me pienso tomar en cuanto llegue al gimnasio me alivien el dolor de cabeza que traigo y me den algo de energía para pasar el día.

Cuando, tras cambiarme, entro en la sala de máquinas, parece que estoy algo mejor. No es que el zumo y el café sean la panacea, pero sí que me han ayudado a que el martilleo de mi cabeza sea un poco menos intenso. Miro a mi alrededor; la sala está vacía. Si es así todos los viernes, quizá acabe cambiando mi rutina y venga a estas horas cuando no tenga clase, así no tengo que esperar a que las máquinas se vayan quedando libres para lanzarme sobre ellas como una leona sobre su presa. Dejo la botella de agua y la toalla a un lado, y empiezo a calentar antes de nada. Cuando era pequeña jugaba a vóley, y algo que repetía mi entrenadora era que, antes de empezar cualquier ejercicio, había que calentar para evitar lesiones. Así que yo, religiosamente, estiro y caliento siempre antes de hacer cualquier ejercicio. 

Y en eso estoy, terminando mis estiramientos y a punto de subirme en la bicicleta, cuando la puerta de la sala se abre. ¡Y madre mía, no puede ser! Quien entra es Javier, con unos pantalones de deporte cortos, una camiseta de tirantes y una toalla al cuello. ¡Joder, está buenísimo! Siempre lleva ropa ancha, así que no deja ver lo que guarda debajo: unos brazos y piernas tatuados, un pecho hinchado y fuerte, unos abdominales duros como rocas que se notan bajo la camiseta —que parece que se va a rasgar como haga algún movimiento brusco—, y unas piernas que más de un deportista quisiera tener. ¡Jo-der! Es que es aún más impresionante de lo que creía.

Debo de tener cara de idiota, porque en cuanto me ve, suelta una pequeña risa y se acerca a mí, quitándose la toalla del cuello y dejándola a un lado con su botella de agua. ¡Dios, lleva el pelo suelto y le sienta mejor que bien! ¿Pero cómo es posible que este dios nórdico esté cada día en mi biblioteca y no haya visto todo lo que esconde? Pese a mi cara de muerta por la resaca, sonrío cuando se coloca a mi lado.

—Buenos días, Javi.

—¡Qué sorpresa! No sabía que vinieras también aquí. —Juro que adoro su voz, es que, hasta su risa profunda, que es como un trueno, hace que mi piel se erice.

—Siempre vengo por la tarde, después de estudiar, pero hoy o venía ahora, o me quedaba todo el día tirada en la cama. —Otra vez esa risa que me encanta.

—¡Así no te había visto! A esas horas sigo currando aún. 

Y tras un intercambio más de frases amables, él empieza a calentar mientras yo me subo a la bici, poniéndome la música a tope y empezando a pedalear. Tengo que comportarme, concentrarme en el pedaleo, en la voz de Lola Índigo en mis auriculares… ¡Uffff! Qué espalda tiene, ¡y vaya hombros! Qué pena que la camiseta sea elástica, porque lo que daría yo por ver entero ese torso… «¡No! Tía, a tu música y a tu pedaleo». Pffff, es imposible, si es que la vista se me va a él, al modo en el que sus músculos se tensan mientras estira, al movimiento de sus brazos, al culo que se le marca cada vez que hace una sentadilla. Este tío es puro pecado.

Cuando se gira y me mira, me sonríe, lo que hace que yo me ponga como un tomate —lo noto en mis mejillas, en las que seguro que podría freír un huevo ahora mismo— y le devuelvo el gesto mientras bajo de la bicicleta. Sí, quizá sea mejor que vaya a otra máquina. Me dirijo a una de las multiestaciones de musculación para coger un poco de fuerza en la espalda. Seguro que con eso me distraigo un poco más. Así que calibro el peso, agarro la barra y, de pie como estoy, empiezo el ejercicio.

 

Yeah, I look good in my Versace dress (take it off)
But I’m hotter when my morning hair’s a mess
‘Cause even with my hoodie on
Bet I made you look (I made you look)

Noto una mano en mi hombro mientras la voz de Meghan Trainor suena en mis auriculares, así que me giro para ver quién es. Por supuesto, es Javi, la otra única persona que está aquí. Mueve los labios, pero no oigo nada. Tardo un segundo en darme cuenta de que estoy tan obnubilada que sigo con los cascos. Azorada, me los quito con un carraspeo y él suelta una carcajada.

—Perdón, es que…

—No, tranquila, te pillé desprevenida —me dice con esa familiaridad suya, sin apartar la mano de mi hombro. Puedo notar su fuerza a pesar de que la mantiene con suavidad sobre mí, su calor en mi piel—. Te decía que así acabarás haciéndote daño. ¿Me dejas que te ayude con la postura?

¡Ah! Sí, claro, perdón. —Suelto la barra, y él vuelve a reír, negando.

—No te disculpes, nadie nace sabiendo. A mí también me tuvieron que enseñar. Es más que nada para que no acabes fastidiada de la espalda. Mira, coge la barra.

Se coloca a mi espalda, puedo notarlo a pesar de que ni siquiera me toca. Está a apenas unos centímetros, su calor me llega, siento su aliento en mí mientras habla. Es delicado, paciente, y me está explicando por qué mi postura era mala y cómo mejorarla. Me agarra de los hombros para colocarme, con cuidado; luego desciende las manos hacia mi cintura, ayudándome a poner más recta la espalda; a continuación, hace lo mismo con mis piernas.

Sus manos son firmes, me agarran sin miedo y haciendo la presión justa para que yo obedezca al movimiento. Pero yo no puedo concentrarme bien en lo que me dice, para mí solo existen su aliento rozando mi piel y sus manos agarrándome, provocando un sinfín de escalofríos que recorren mi cuerpo y que me están volviendo loca.

Se incorpora después de colocar bien mis piernas y giro el rostro para mirarlo. Estoy segura de que tengo las mejillas rojas, pero a estas alturas me da igual. Joder, es que no me ha hecho nada, y ya estoy a punto de tocar el cielo. Me recibe con su sonrisa, clavando sus ojos en los míos. Entreabre los labios, parece que quiere decirme algo, pero no puede.

¿Es cosa mía o nos hemos quedado anclados el uno en el otro? Su sonrisa va desapareciendo, yo me muerdo el labio para evitar decir cualquier tontería y sus ojos captan el movimiento.

Miran mis labios con una intensidad que me hace temblar. Su mano asciende a mi mejilla, donde se posa, mientras con cuidado, con el dedo pulgar, tira de mi labio para liberarlo de mis dientes. Mi piel arde allá donde está en contacto con la suya, respiro tan fuerte que tengo la sensación de que me voy a quedar sin aire en cualquier momento. Sin embargo, ese miedo desaparece cuando Javi se reclina a besar mis labios, un beso suave, casi una tímida pregunta, un «¿te parece bien?» en el silencioso idioma de los besos. Se aparta lo justo para abrir los ojos y mirar los míos. Brillan, puedo ver el deseo danzando en ese mar dorado que son sus iris. Suelto la barra y giro hacia él al tiempo que entiende mi respuesta y devora con sus labios los míos. ¡Joder! Nunca me habían besado con tanta hambre, con tanto deseo.

La máquina queda relegada a un segundo, tercer o cuarto plano, ya no lo sé, mientras me agarro a su cuello con los brazos. Sin que nuestros labios se separen, con nuestras lenguas enredándose en nuestras bocas, nuestros dientes luchando por morder más veces el labio del otro, siento la pared contra mi espalda y sus manos recorrer mis costados. ¡Sí, joder! Esto se pone cada vez mejor. Como si estuviera planeado, o como si fuéramos capaces de leernos el uno al otro, posa sus manos en mis nalgas y tira hacia arriba a la vez que yo hago fuerza con mis brazos para alzarme y rodear su cadera con las piernas. El modo en el que nuestros cuerpos se acoplan es perfecto, como dos engranajes hechos el uno para el otro.

Su fuerte pecho se pega al mío, puedo sentir cómo respira contra mí, la creciente excitación de su miembro contra mi sexo, el modo en el que ambos nos rozamos para tentarnos aún más. Siento la humedad en mi ropa interior, cada vez más abundante. ¡Dios, es que este hombre me pone mucho!

Quizá… deberíamos… ir a un sitio más… —susurra entre besos, terminando con un mordisco en mi labio inferior. Asiento mientras le miro a los ojos.

¿El tuyo o el mío? —susurro. Él suelta una carcajada de nuevo, embistiéndome con firmeza para hacerme soltar un sorpresivo gemido que me hace vibrar.

No contesta, solo me vuelve a besar y, sin soltarme, me lleva fuera de la sala de máquinas, al vestuario vacío de hombres, donde vuelve a apoyarme contra la pared y a devorarme con sus labios. Aquí sí me siento más segura para empezar a descubrir lo que me falta por ver de él.

Tiro de su camiseta hacia arriba para quitársela y descubrir ese pecho hinchado, definido, en el que podría morir. Él hace lo mismo conmigo, quitándome el top deportivo para descubrir mis pechos, los cuales no tarda en devorar. Sus labios y sus dientes en mi piel, en mis pezones, me provocan un sinfín de gemidos de placer mientras se ponen duros, mientras enredo los dedos en su cabello, mientras busco con mi pelvis seguir rozando su inhiesto miembro.

No aguanto, necesito sentirlo ya en mi interior. Busco de nuevo sus labios para besarlo, bajándome de encima de él. Al principio parece confundido, descolocado, hasta que, al abrir los ojos, ve que estoy bajándome los pantalones y la ropa interior para lanzarlos a un lado. Sin dejar de besarme, incluso aprovechando para volver a morder mis pechos, él hace lo mismo. Descubre un imponente miembro, duro, listo para mí, que provoca que un jadeo brote de lo más profundo de mi ser. ¡Joder, es que necesito sentirlo!

Poso las manos en sus mejillas antes de volver a besarlo, y él no tarda en volver a levantarme como si apenas pesara. Esa vez, con más cuidado, se pega a mí para entrar en mi interior. Sentir cómo su pene me llena es toda una delicia. Jadeo en sus labios, provocándole una sonrisa mientras él gruñe, satisfecho por fin al sentir cómo mi humedad lo abraza.

Dos segundos en silencio, solo mirándonos, con las respiraciones agitadas, nuestros cuerpos unidos. Dos segundos que parecen la eterna perfección. No hay nada más, solo nuestras miradas, nuestros cuerpos unidos. Y entonces comienza la batalla, sus brutales embestidas mientras nos devoramos a besos. Nuestros gemidos ahogan el sonido de nuestros cuerpos entrechocando, nuestros besos se vuelven más violentos sin darnos cuenta. No solo es un dios nórdico. ¡Es que folla como uno! Sus manos en mis nalgas tiran de mí para llegar más dentro, más profundo, y yo no dejo de suplicarle que siga, que no pare hasta que me corra.

No sé si pasan cinco, veinte o sesenta minutos. El tiempo no importa mientras el placer no deja de recorrer mi cuerpo. Entre sus brazos toco el cielo dos veces, y él solo baja la intensidad para que pueda sentirlo por completo antes de volver a embestirme. Ahora es él quien me aprieta con más fuerza, con más violencia, dejando escapar un jadeo a la vez que derrama su semilla en mi interior, manteniéndose pegado a mí mientras experimenta ese dulce placer a mi lado. Une su frente a la mía, con los ojos cerrados, la piel perlada en sudor y una sonrisa en sus labios. Está más guapo que nunca.

Cuando, tras recuperar el aliento, nos metemos en la ducha, lo hacemos entre besos y risas, entre caricias inocentes y miradas cómplices. Algo ha nacido entre nosotros. No sabemos el qué, pero desde luego vamos a descubrirlo. De momento, hemos vivido el polvo más intenso de nuestras vidas. O, al menos, yo puedo asegurar que ha sido el mejor de mi vida.

¿Nos vemos luego en la biblioteca? —me pregunta una vez se ha vestido, con el pelo empapado cayendo a los lados de su rostro. Me acerco a él y se lo echo hacia atrás con una sonrisa.

Espero que no para una sesión de sexo como esta. Ahí seguro que nos oye todo el mundo. —Se carcajea al oírme bromear y besa mis labios con suavidad.

No, eso pienso dártelo después de cenar si quieres.

Sonrío. Una cita. Una cena con ese dulce y apasionado vikingo. Asiento con suavidad, mordiéndome el labio inferior.

Después de la cena entonces —respondo—. Hasta luego, mi bibliotecario.

Hasta luego, mi reina vikinga.

Y con una sonrisa, un beso y una promesa, comienza la mayor y más sensual aventura de toda mi vida.

 

Nari Springfield.