Parece que, si hay algo que se le tiene que dar bien a una sumisa es la espera. Los minutos se me hacen eternos y empieza a dolerme la espalda, pero tienes razón: si pude aguantar en esa estúpida silla sin nada que me atase a ella, podré aguantar de rodillas en el sofá con una sudadera atándome las muñecas.

Unos minutos después, apareces con algo plateado entre las manos. Me quedo mirándolo, de forma curiosa, intentando adivinar qué puede ser, porque nunca lo he visto antes. Me lo enseñas, un poco más cerca de mi cara.

—Son pinzas con clip de mariposa. Pero no son regulables —me explicas, mientras coges una con cada mano y dejas que la cadena que las une cuelgue entre ellas—. Son para los pezones.

Abro los ojos de par en par, y me muerdo los labios. En contra de toda clase de sensatez, mis pezones se afilan aún más y pienso que, como sigan así, seré capaz de romper la camiseta con ellos. Un ligero escalofrío me recorre.

—Es un inconveniente —sueltas, chasqueando la lengua, y te las guardas en el bolsillo derecho del pantalón vaquero.

—¿El qué es un inconveniente? —murmuro, entre jadeos ahogados, apretando un muslo contra el otro para intentar aliviar la quemazón de mi entrepierna.

—Que no sean regulables —me explicas—. Mejor las dejamos para más adelante, cuando ambos conozcamos cuál es tu sensibilidad y cuánto dolor puedes soportar.

 

Yo gimoteo, pensando que nuevamente me dejarás con las ganas. La frustración se escapa por cada poro de mi cuerpo, y mis pezones protestan, claramente desilusionados. Te metes la mano en tu bolsillo izquierdo, y sacas algo que sí que puedo reconocer: las pinzas para pezones del kit que te regalé. Son más pequeñas que las otras, y más doradas, tienen una goma negra que imagino que sirve para amortiguar el pellizco, unos pequeños cascabeles negros colgando de cada una de ellas y, como las otras, están unidas mediante una cadena.

—Nunca me vi utilizando un kit de estos… —murmuras—. No es lo habitual.

—¿Por qué? —pregunto, extrañada.

—No es especializado. Es… —meditas unos segundos, buscando la palabra adecuada—. Es como si fuera de juguete. Pero, al menos, estas pinzas sí son regulables.

Me río ante la idea de pensar que cualquier niño pequeño pueda jugar con ese tipo de artículos, y pienso en un Sidney mucho más pequeño, de unos cuatro o cinco años, con un látigo entre las manos. Tengo que preguntarte a qué edad te diste cuenta de que te gustaba dominar.

—¿Recuerdas tu palabra de seguridad? —me preguntas, sacándome de mis perturbadas ensoñaciones. Yo asiento, sin ser capaz de decir nada a causa de mi nudo en la garganta—. Perfecto, saca la lengua.

—¿La lengua? —mi frustración crece por momentos, pues yo ya te hacía arrancándome la camiseta y pellizcándome los pezones.

—Sí, la lengua —te ríes con un ronroneo sensual—. Esto es una carrera de fondo, Victoria. Imagino que nunca te han puesto pinzas en los pechos, ¿verdad? —yo niego con la cabeza—. Es una sensación muy intensa, y prefiero que te acostumbres primero en otras zonas. Saca la lengua.

Trago varias veces antes de obedecer tu orden y saco la lengua tímidamente, mostrando sólo la punta, sin saber muy bien qué esperas de mí y con miedo a babear. Te ríes, das un paso al frente, e introduces tus dedos índice y corazón en mi boca. Presionas mi lengua entre éstos y tu dedo pulgar y tiras de ella hacia afuera. Noto el tirón en el fondo de mi lengua, cómo la saliva se va acumulando en ella y empieza a mojarte los dedos. Dejas de sujetarme la lengua y te metes los dedos en la boca, saboreándolos. 

—¿Me vas a tener mucho rato esperando? —pregunto, aprovechando para tragar.

—¿Te he dicho que puedes guardar la lengua? ¿Te he dado permiso para hablar? —niego, mirándote a los ojos, arrepentida—. Pues saca la lengua, o harás que me enfade.

Un escalofrío me recorre de pies a cabeza y pienso en la posibilidad de hacerte enfadar. A lo mejor, si te cabreas, se te olvidan tus estúpidas barreras y protocolos y me pinzas los pezones de una santa vez. Vuelvo a sacar la lengua, pero esta vez con más decisión, en la misma postura que me la colocaste hace unos momentos. 

Coges una de las pinzas entre las manos y la regulas un poco con la ruedecita superior. Mientras tanto, el cascabel que cuelga de ella y de su gemela tintinean al unísono. La saliva vuelve a acumularse en mi lengua, que empieza a formar una especie de cazo para intentar retenerla. Mientras tanto, la chaqueta se me escurre de las muñecas, aflojándose poco a poco, y yo me agarro una mano con la otra, para mantener la posición. A pesar de que podría soltar mis manos, agarrar esas pinzas y colocármelas yo misma, no lo hago.

 

Me miras a los ojos y sonríes de lado, de esa forma tan traviesa que a mí me gusta tanto. Me agarras del cuello con la mano izquierda, permitiéndome respirar pero cortando levemente el paso del aire, y lames mi lengua con la tuya, justo antes de colocarme la pinza que has estado ajustando en el centro de la punta de mi lengua.

Un hormigueo me recorre: la lengua, la garganta, el cuello… y a la altura del pecho se bifurca en dos para terminar en mis erectos pezones, aún más puntiagudos si cabe.

Noto como si mi clítoris estuviera unido a mis pechos mediante un hilo invisible y como si éstos, a su vez, estuvieran conectados a mi lengua. Todo erecto, todo mojado, todo vibrante. Tus dedos no se apartan de mi garganta, tus ojos no apartan su mirada de los míos. Tus labios, temblorosos, se acercan a mis labios y sonríen, justo antes de que saques la lengua y vuelvas a lamerme, instando a que te bese, aún con la pinza apretándome mi lengua. No es dolor, no es angustia, no es amargo. Es placer, dulce placer, lo que me recorre entera.

Mis manos caen a ambos lados de mi cuerpo, extasiadas del esfuerzo por mantenerse unidas. Mis piernas, antes muy juntas, se separan buscando el alivio de una caricia que no llega. Mi mente, con un silencio ensordecedor, permanece en blanco, haciendo que emita un quejido ahogado en forma de gemido. Retiras la pinza de mi lengua, muy lentamente, mientras no paras de observar mi reacción.

—Dios… —es lo único que consigo decir—. Ha sido… —no tengo palabras para definirlo.

—¿Ha sido? —estás impaciente porque te comunique mis primeras impresiones.

—Mágico —susurro—. Casi espiritual.

Te ríes, mientras jugueteas con las pinzas entre tus manos. Acercas una de tus manos a mis labios y limpias con ella un resto de saliva que chorrea hacia mi barbilla, para después limpiártela en el lateral de tus vaqueros.

¿No decías que el BDSM era sexo? –—bromeas.

—Y lo es… Pero también es algo más —intento explicarlo, aunque no me salen las palabras. Rebusco en mi mente— Ha sido… liberador.

—¿Liberador? —vuelves a sonreír de medio lado—. Pero si estabas atada y cumpliendo órdenes…

—Sí, pero… —siempre me había tenido por una chica elocuente a la que costaba hacer que enmudeciera, pero desde hacía rato me sentía entumecida, como si flotara en una nube—. Pero podría hacer que te detuvieras si quisiera. Mis manos hace ya rato que no están atadas —digo, moviéndolas delante de tu cara—. Sentía que podía controlar la situación, que sólo te estaba cediendo mi control de forma voluntaria, durante un rato —intento explicarlo siendo plenamente consciente de mi titubeo y de mi forma incoherente de agolpar las palabras—. Podría haber utilizado la palabra de seguridad. Pero ni siquiera se me ha pasado por la cabeza.

—Me alegra que no la hayas necesitado —dices, suspirando.

Medito unos instantes lo próximo que te voy a decir, porque sé que te puede resultar ridículo, pero quiero intentar aventurarme a ser sincera contigo.

—Te va a sonar ridículo, pero creo que ésta ha sido la experiencia más erótica que he vivido nunca —me noto las mejillas arder, y no puedo evitar desviar la mirada.

—No me suena ridículo —afirmas—. Pero espero que en un futuro cambies de opinión y que ésta no se convierta en la experiencia más erótica de tu vida —bromeas.

—Estoy segura de que no —contesto, rotundamente, mientras vuelvo a intentar mirarte a la cara.

 

@caoticapaula