Después de mucho, muchísimo tiempo, me he dado cuenta de cuál ha sido mi mejor beso. No era el que yo pensaba, nada más lejos de lo que esperaba. 

Hace tres años, el que era el amor más intenso que he sentido me decía entre lágrimas que yo era la mujer de su vida y que no quería perderme nunca. Que sentía todo lo que habíamos pasado, que necesitaba volver a intentarlo, que no se perdonaba haberme hecho daño. 

Había sido yo quien tomó la decisión de terminar lo que teníamos, si es que acaso llegamos a tener algo alguna vez. Me costó muchas lágrimas darme cuenta de que no podía conformarme con lo que me ofrecía, yo me merecía mucho más, mucho mejor. 

Fue muy duro decirle a la niña que llevaba enamorada de él desde antes de saber qué era ese sentimiento que todo había sido una ilusión. Una ilusión que mantuvimos viva un tiempo, intentando que funcionara, intentando que se cumplieran nuestros sueños. Pero no era la realidad que vivíamos. 

Y esa niña pequeña y yo hicimos de tripas corazón y renunciamos a nuestro sueño de cuento con final feliz. Vimos cómo el príncipe azul se desteñía con el paso de los días, cada vez un poco más, hasta que todo se volvió gris. 

La almohada recogió todas las lágrimas que derramé intentando sanar la herida abierta en mi corazón. Había sufrido un disparo a quemarropa. La habitación se llenó de pañuelos usados y melodías tristes, ojos empañados, sombras negras que ni el maquillaje disimulaba. 

Qué injusto que las princesas con las que crecí siempre se vieran preciosas. 

Cosí la herida con un par de puntos y seguí adelante como pude. La mochila emocional pesaba, pero pensé que podía con ella. 

Volvimos a vernos, pero ya no era lo mismo. El cuento había terminado para los dos, y como punto final le entregué una carta. En esas líneas no había rencor ni odio, sólo desilusión y dolor. Pretendía que no quedasen preguntas sin responder, por eso le expliqué qué había pasado por mi mente, todos los pasos que me llevaron al camino que ahora nos separaba. Le pedí que la leyera cuando ya me hubiese ido. Que no esperaba ninguna respuesta, pero necesitaba que lo supiera. Le pedía tiempo, y que ojalá con ese tiempo pudiéramos ser los amigos que un día fuimos. 

El tiempo pasó, y el destino nos volvió a juntar. Nuestra historia no parecía querer terminar. Sabía que él tenía respuesta a mi carta, pero no el valor para decírmela. Bastaron unas miradas para saber que lo nuestro sí fue real. Lloró como tantas veces lo había hecho yo, pero esta vez a mi lado. Casi no podía mirarme, se había dado cuenta que su herida la había causado él mismo. 

Quería reparar el daño. Quería retroceder y hacer todo bien esta vez. Quería tener la historia que nos merecíamos. La historia con la que habíamos soñado de niños. La historia que habíamos forjado en noches estrelladas de verano y atardeceres en la playa. 

Nos abrazamos por el recuerdo de lo que pudimos ser, intentando cortar la hemorragia. Nos besamos como nunca nadie se ha besado. Nos besamos con sentimiento, con dolor, con sueños por cumplir. 

Ese beso no era un beso cualquiera. Ese beso representaba nuevas promesas, nuevas esperanzas, nuevos comienzos. 

Pero como las huellas que dejábamos cuando paseábamos por la playa, esas promesas se las llevaron las olas del mar. 

Julio 2019, Madrid. 

La Coleccionista de Soles