Está sentada en su mesa de siempre, con el capuchino recién preparado, ardiendo, como a ella le gusta. Tiene un libro en las manos, y parece ser que hoy ha empezado una nueva historia. De vez en cuando da un sorbo al delicioso café, disfrutando de todos sus aromas.

Pero hoy no es una tarde cualquiera. Mira el reloj constantemente. La pantalla de su móvil se ilumina de vez en cuando, pero ella no parece darle importancia. Ha llegado a la hora de siempre, como cada viernes. Viene cargada de libros y apuntes de la universidad, pero nunca falta alguna novela. Una distinta cada semana.

Esta tarde está muy inquieta. Lleva esperando más de media hora, y él sigue sin aparecer. Tampoco contesta al móvil. Prefiere pensar que no tiene cobertura, aunque cuando le llama sí da señal. No sabe cómo ha podido volver a caer. Se prometió que no volvería a hacerlo. Que no volvería a quedar con él.

Se siente extraña. Aún no sabe qué es lo que siente por él. Sabe que le gusta, y le encantaría que estuvieran juntos, pero él ya le ha hecho demasiado daño.

Comienza a repasar su historia,  que aunque breve, intensa. Se conocieron hace un par de años, de casualidad. Ella fue con una amiga a la cafetería enfrente de su universidad, para hacer un descanso de estudiar. Se sentaron en un rinconcito apartado del ajetreo de la barra. Dos capuchinos ardiendo y muchas risas y cotilleos hicieron que ese primer café se repitiera muchas veces más. En una de esas tardes, cuando casi no había nadie allí, dos chicos entraron. Tendrían más o menos su edad, un poco mayores quizás. Ellas apenas se fijaron, estaban demasiado sumidas en sus risas. Ellos sí las oyeron reír, y decidieron sentarse junto a aquellas dos risueñas chicas. No era una situación muy normal, pero decidieron darles una oportunidad a esos chicos que parecían tan simpáticos. Y, por qué no, darse una oportunidad a ellas mismas.

De aquel primer café para cuatro fueron surgiendo más y más tardes, y sí, más noches en compañía. A veces eran 4, otras sólo 2. Y las noches para 2 fueron aumentando, inflando el globo de la felicidad. Hasta que ese globo se pinchó. Aún así, ella consiguió taponar la brecha con sus lágrimas hasta sellarlo bien, para que volviera a hincharse más y más. Sin embargo el globo nunca fue igual, tenía una pequeña cicatriz que quedaría de por vida. La primera de ellas fue la que más se notó, las otras cicatrices cada vez eran más ignoradas. Pero un día se dio cuenta. Su globo ya no era tan bonito ni tan redondo, le costaba flotar en el aire. Lo miró bien, y con los ojos empañados en lágrimas soltó la cuerda con la que lo sujetaba. Voló alto, muy alto, hasta perderse en un cielo infinito. Solo las estrellas y la luna fueron testigos de este adiós, un adiós a una etapa que había llegado a su fin. Era hora de cambiar y dejar el pasado atrás.

Hace mucho tiempo que soltó el globo, pero aun así él siempre vuelve. No importa lo mucho que se lo proponga, él siempre la convence de que todo cambiará y será mejor. Nunca acierta en sus predicciones. Hoy es otro día más en el que ella ha vuelto a sucumbir a sus encantos. Sabe que hace mal, que lo mejor que hizo fue soltar ese globo marchito, pero no consigue olvidar cómo era antes de las cicatrices. Recuerda las tardes de otoño en el parque, las mañanas de invierno en el campo y las noches de verano bajo las estrellas. Añora sus carias, sus besos, sus palabras de amor. Intenta olvidar el daño que le hizo, las lágrimas que derramó por él y los pedazos de su corazón que tuvo que reparar una y otra vez.

Esa cafetería es su lugar, cargado de aromas que le traen distintos recuerdos. Buenos, malos, risas, llantos, gritos, sonrisas, besos… allí ha vivido mucho, demasiadas cosas para acumularlas en un mismo cuarto, quizás. Todos los viernes vuelve allí, como lleva haciendo durante dos largos años, y sabe que seguirá haciendo hasta que el globo haya desaparecido definitivamente. Puede que hoy sea el día. Hoy se ve más fuerte que de costumbre, no quiere que él la vuelva a encandilar con sus mentiras. Hoy es el día de poner punto y final.

 

 

Ahí está, sentada en su mesa de siempre, con el capuchino ya frío y un libro en las manos. Es un libro nuevo, pero no le extraña. Recuerda que muchos de los que ha leído se los ha regalado él, siempre le encantaba entrar en una librería desconocida y encontrar una antigua novela romántica, de esas que le volvían loca. Y ella le daba las gracias con miles de besos. Sí, se portó bien con ella, la quiso, y aún la quiere, pero sabe que le ha hecho demasiado daño. Sabe que ella es débil, que ambos se quieren, pero que esto debe acabar ya. Debe dejar de hacerle daño. Porque sabe que cada tarde que queda con él vuelve llorando a casa. No está seguro si es porque no podrán estar juntos, o por todo el daño que él ya le ha causado.

Sigue en la puerta decidiendo si entrar o no. La observa mientras ella mira por la ventana cada poco tiempo. Está nerviosa, se le nota. La conoce demasiado bien. Su corazón le está gritando que entre en la cafetería, la bese y le regale todo su amor. Pero la razón sigue hablándole, le aconseja que se vaya, que sabe que no saldrá bien, que volverá a hacerle daño. Y ella no se lo merece.

Una lágrima asoma entre sus profundos ojos marrones, sabe que la decisión está tomada y ya no hay marcha atrás. La lluvia empieza a caerle mientras está inmóvil en la puerta de la cafetería. La mira por última vez, mientras las gotas de lluvia se mezclan con las amargas lágrimas sobre sus mejillas. Entonces se da media vuelta. Decide dejarla atrás, por mucho que a él le duela, pero la quiere demasiado para verla sufrir otra vez. Para verla feliz deberá ser él quién sufra. Porque la ama, y siempre lo hará.

 

 

– La Coleccionista de Soles

28 de marzo de 2014

Madrid, España.