Esta historia siempre comienza igual y, probablemente, también termine siempre igual. Porque es mi historia, pero también la de cientos de mujeres.

Un día conoces a un chico. O a un hombre, no sé muy bien cuál es la diferencia todavía. Puedes encontrarlo en el trabajo, una noche que hayas salido a tomar algo con amigas, en el gimnasio, en la frutería; qué sé yo, los caminos del amor son inescrutables. Os miráis y cae alguna sonrisita cómplice. Quizá ese mismo día os intercambiáis los teléfonos. Bueno, tú intentarás que te dé su teléfono porque eres muy de WhatsApp pero él te dirá que le mola más hablar por Instagram. Si acaso, te agregará a Telegram.

Si no es ese día, el cruce de contactos llegará cualquier otro. Tras algún piropillo al aire y muchas miraditas furtivas.

Y empezáis a hablar. A todas horas. Puedes quedarte durmiendo con el móvil en la mano mientras esperas que te conteste al último mensaje. O quizá se duerma él, con el modo “no molestar” activado.

Tras horas de conversaciones de todo y nada quizá te sientas enamorada como una quinceañera o, por lo menos, súper coladísima –casi tanto como lo llegaste a estar de Nick Carter, va, no lo niegues. 

Por fin quedáis, ha costado mucho porque él siempre tiene mogollón de trabajo. Es un hombre serio (¿era un hombre o un chico?), ya sabes. Cuando no es una reunión súper importante es un viaje de trabajo a cualquier sitio recóndito. Pero llega el primer día que vais a cenar juntos, te lleva a un pueblito cerca de tu ciudad. “Es una pequeña escapada para ti, cari”. Pasáis la noche en algún hotelito con encanto (quizá tiene alguna humedad de más y te ha parecido ver algo correteando que se escondía debajo de la cama justo cuando encendíais la luz de la habitación, pero, jo, por fin estáis juntos).

Tenéis sexo pasional, brutal, casi como el que sale en las comedias románticas. Y llega la mañana y lo ves durmiendo a tu lado, tapado apenas por esa sucia sábana que a ti te parece de 300 hilos. Estás tan entregadísima que eres incapaz de reaccionar cuando por fin te habla esa mañana. Porque lleva un buen rato en silencio, mientras se ducha y se viste. Al final se acerca a ti y te dice aquel temido: “tenemos que hablar”.

“Cari, tengo que serte sincero, hay algo que no te he contado.” Aquí te temes lo peor, pero aún no sabes qué hacer ni qué decir. ¿Se estará muriendo?

  • Tengo dos hijos y, bueno, me estoy divorciando. – lo dice mientras te coge de las manos. 
  • ¿¿CÓMO?? Pero, ¿estás casado? ¿Dos hijos? – sientes que el mundo se derrumba a tus pies y te dejas caer en la cama de aquel cuchitril que empieza a darte mucho asco. 
  • Sí, pero yo… es que…
  • ¿Vives con tu mujer? ¿Por eso nunca me has invitado a tu casa? ¿Por eso no has querido venir a la mía? ¿Estás casado? 
  • Sí. No, si me estoy divorciando, pero es difícil. 

Aquí ya todo te da vueltas mientras él te cuenta toda su película. Amiga, repasarte el eyeliner borracha es difícil, ¿divorciarse? NO. Pero estás enamorada, aunque lo quieras negar. Y le crees.

Volvéis a vuestra ciudad. Te deja en casa y te da un suave beso en los labios. Promete que hablaréis esa noche.

Llegas a casa y vuelves a estar en una nube, la noche ha sido maravillosa, él es tan guapo, tan atento. Y encima el pobrecito tiene que seguir viviendo con “esa bruja” que le ha arruinado la vida. Pero lo hace todo por sus hijos, porque los adora y aún son pequeñitos. Pero bueno, es que, dentro de nada, ¡de nada!, van a firmar el divorcio para que la otra tenga las cosas claras, porque él con ella no quiere nada, todo lo hace por sus pequeños. Jo, es que es tan buen padre. Pensando en lo bonito que será pasar algún finde con sus hijos en la playa (porque es que encima a ti te encantan los niños, no podía venir más al pelo), subes a tu Insta una foto que os habéis hecho juntos.

Tu cari tarda minuto y medio en llamarte como un loco y pedirte que la borres. No entiendes nada. Pero no te preocupes, que él te lo explica:

No, a ver, es que esto es un poco falta de respeto a la madre de mis hijos, ¿no te parece? Todavía no hemos firmado el divorcio y no quiero que vea nada para que no pueda usarlo en mi contra para el tema de la custodia y eso, cari. 

Buff, menos mal que te lo ha dicho, si no la que se podría haber liado. Entonces, borras la foto. Pero ya la han visto unas cuantas personas y tu grupo de amiguis echa fuego. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué borras la foto? Y cuentas todo y aquí empiezan a saltar las alarmas.

Tus amigas, que tontas no son, empiezan a investigar a tu cari. Y acaban encontrando esa cuenta de Facebook que a ti te dijo que no tenía. Te pasan un pantallazo que te rompe en mil pedazos porque en su foto de perfil, tu cari, aparece con toda su familia. El muy idiota tiene el perfil abierto y la última publicación es de una foto de hace solo un par de días, una foto de hace muchos años en la que aparecen él y la que parece ser su mujer. En los comentarios todo el mundo los felicita por llevar quince años juntos. Ves un comentario que te llama la atención especialmente, el de una mujer que le escribe: “Cari, ya lo celebraremos el finde que viene como se merece, qué rabia que este finde tengas un viaje de trabajo.” 

Amiga, date cuenta, si conoces a alguien y pone pegas para ir a su casa, si no quiere que quedéis en sitios públicos, si no te presenta a sus amigos, ahí no es, amor, ahí no es.

¿Podemos considerar ya como epidemia la ingente cantidad de hombres casados que montan esta película para poder poner los cuernos a sus parejas?

La de siempre