Me considero una mujer afortunada.

Siempre he estado rodeada de personas que me quieren, nunca me ha faltado lo más básico y he tenido la suerte de nacer en los 80, década marcada por la que sería la primera crisis de mi generación pero que también tuvo sus cosas buenas. Y si nacer en los 80 fue bueno, no lo fue menos crecer en los maravillosos años 90.

Una pena que en el reparto de constituciones físicas me tocara ser de hueso ancho y metabolismo, digamos, perezoso.

Si bien fui una niña ‘normal’, a partir de los once o doce años mi cuerpo comenzó a salirse de los parámetros normativos y pronto empecé a destacar por la parte alta de la tabla.

Lo cual me llevó a ser una adolescente gorda a finales de los 90.

En una de esas carambolas cósmicas macabras, el destino quiso que mi cambio físico coincidiese con el paso del colegio al instituto. Como si esto último no fuese algo suficientemente radical para mí en aquel momento.

En cuestión de pocos meses me tocó lidiar con un drástico aumento de peso, con un cuerpo en el que no terminaba de sentirme cómoda, con las movidas propias de la edad y con un nuevo y desconocido ambiente en el que no tenía a nadie en quien apoyarme. Mudarme a otra ciudad en la que no tenía amigos, había sido la estocada final.

Pero bueno, nada grave ¿verdad? Me podían haber ocurrido cosas peores y más trágicas. En el fondo de mi ser era consciente de ello.

Así que me tocó superarlo. Adaptarme a la ciudad, a los compañeros y a aquellas lorzas que tan mal lucían con los crop tops que tanto se llevaban. Esa prenda no era para mí.

Como tampoco lo eran los ajustados vestidos de tirantes finos, las minifaldas con sandalias de plataforma, los petos que me hacían parecer embarazada… No.

Elegí hacerme fan de las amplias camisas de cuadros, los pantalones cargo, los tops de tirantes sobre camisetas que me cubrieran bien y las botas Dr. Martens.

Yo no llevé riñoneras, sino bandoleras y mochilas grandotas que no llamaran la atención en mi espalda ancha.

Yo no usé gargantillas tatuaje, sino cordones de cuero largos con un colgante de buen tamaño para que no se viese ridículo sobre mi pechamen.

Me encantaban los vestidos floreados, las faldas de tablilla con calcetines hasta la rodilla. Mataría por el armario de Alicia Silverstone en ‘Fuera de onda’. Si tuviese el tipo de cualquiera de las protagonistas de aquella película.

Pero como yo tenía el cuerpo que tenía, lo vestía con aquellas prendas que, aún siendo más o menos tendencia, ocultaban mis formas lo máximo posible.

No pretendo culpar a nadie, pero conforme la cifra que me mostraba la báscula iba aumentando y mi complejo creciendo en consecuencia, aquella sociedad que llamaba a Geri Halliwell ‘la Spice gorda’, me iba hundiendo más y más en mi espiral de odio hacia mi cuerpo.

Recuerdo haber tenido un recorte de revista de una imponente Britney Spears vestida solo con un escueto bikini en mi corcho, justo al lado de una foto que me habían hecho en una excursión, en la que salía medio de espaldas y marcando chichamen.

El resto de las chicas estaban en traje de baño o con ropa corta y ligera (vestiditos con estampado floral, camisetas de tirantes con shorts vaqueros…). Yo me había ido de excursión a la playa con una camiseta negra holgada y un pantalón de chándal Adidas, como los de Mel C., que me quedaba enorme de pierna para evitar de ese modo que me apretase en la cintura. Y aún así, al girarme se me marcaba un más que evidente michelín.


Foto de Polina Tankilevitch en Pexels

El torneado y bronceado físico de Britney que observaba fijamente cada mañana era mi objetivo. Podía conseguirlo, pues mis formas eran las correctas, solo que parecían sobredimensionadas en proporción con el tamaño de mi cabeza. Era cuestión de bajar de peso. ¿Cómo? Pues dejando de comer, porque las dietas parecían no ser más que un reto para mi metabolismo perezoso.

Al cuarto día sin probar apenas bocado la profe de matemáticas me sacó a la pizarra a resolver una ecuación. No sé si por sentirme observada por mis compañeros, si porque despejar la X no se me daba nada bien, porque mi cuerpo necesitaba nutrientes a la voz de ya, o por la suma de todas esas circunstancias, me caí redonda como era antes de llegar a coger una tiza.

Qué vergüenza más grande.

Fue mi primer pensamiento al despertar rodeada de media clase y bajo la mirada preocupada de la profe, que me daba aire con el maldito libro de mates.

Aquel día decidí que lo de pasar de comer no era opción, afortunadamente, por lo que en ese sentido la cosa nunca fue a más ni degeneró en ningún tipo de trastorno alimenticio.

Sin embargo, la relación con mi cuerpo no mejoró.

De hecho, no dejó de empeorar porque tampoco dejé de engordar.

Seguí ocultándome tras ropa enorme. Sufriendo al ver cómo lucían las demás con sus faldas, vestidos, escotes y pantalones ajustadísimos. Pasando calor cuando hacía bueno.

No fui a la fiesta de graduación porque no iba a encontrar un vestido para mí, no me quedaría bien aunque diese con uno bonito de mi talla, y porque mis complejos e inseguridades no eran buenos compañeros de fiesta. Eso ya lo sabía yo.

Tampoco me atreví a ir a la excursión de fin de curso. ¿Una semana en Mallorca? Hotel, piscina, playa y calor. Buf, qué va. Era un planazo, claro que sí. Pero ¿bikinis de cortina? ¿Bañadores de muslo alto? Los ‘Vigilantes de la playa’ hicieron mucho daño a las mujeres acomplejadas de los 90. Y pasarme el día sudando como un pollo mientras veía a los demás disfrutar, como que no era plan.

La década terminó, el instituto también y entré en el nuevo milenio más gorda y más enfadada con mi cuerpo.

Los años han ido pasando, he ido a médicos, nutricionistas, he hecho más dietas de las que puedo recordar, por temporadas he hecho deporte intensamente, he adelgazado mucho, poco, nada, he sufrido efectos rebote devastadores…

En resumen, hemos pasado por mucho los dos, este cuerpassso y yo.

En la actualidad sigo siendo gorda, sigo deseando adelgazar y sigo intentándolo con más o menos ahínco de vez en cuando.

Pero por fin he aceptado quién soy y cómo soy.

Casi siempre me visto como me da la real gana y si hace calor y me apetece, me pongo un bañador y me paso el día en la playa.

 

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