Estoy casada con un hombre y no, no me pone su inteligencia. Cuando lo conocí no me sentí atraída por su cabeza: me sentí atraída por su sonrisa, por sus ojos, por su pelazo, por la forma en la que me miró la noche en que nos conocimos y por la manera tan bestia en la que follamos unas pocas horas después. Hoy, ocho años después de esa primera noche, se me siguen poniendo los pelos de punta cada vez que la recuerdo y seguimos follando de putísima madre con la misma química que la primera vez.

De mi marido me pone todo. Me ponen sus piernas, me pone su cara, me pone cuando lleva unos días sin afeitar y tiene ese look desaliñado que tanto me gusta. Me pone que me despierte a besos por las mañanas y me pone cuando jugamos a la lucha libre en el sofá y me deja ganar. Me pone que sea tan bueno, incluso cuando a veces lo es tanto que ya roza lo gilipollas. Incluso ahí. 
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Hace un tiempo vengo escuchando el término «sapiosexual»: gente a la que le pone la inteligencia de otras personas. Me parece estupendo: a cada cual le pone lo que le ponga. Pero me late que, como muchas cosas que empiezan siendo auténticas y terminan siendo absolutamente «mainstream», hoy por hoy mucha gente se hace llamar «sapiosexual» porque suena guay y no porque en verdad les excite el cerebro de otras personas.
Yo no me sumo a la corriente. No, yo no soy sapiosexual. No es que mi marido no sea inteligente: No es la bombilla más brillante del IKEA, pero tonto no es. Su inteligencia (en el sentido más académico de la palabra) no es lo que hace que me sienta afortunada de tenerlo a mi lado cada mañana. Me siento afortunada, más bien, cuando nunca olvida preguntarme por mis amigas cuando le he contado que alguna ha tenido un problema en el trabajo. Me siento afortunada cuando me duele la barriga de tanto reírme con él, ya sea por ponernos caras de monguer o por pasarnos la tarde del domingo viendo videos antiguos de Martes y 13. Me siento afortunada cuando me anima a luchar por mis proyectos y dice ser mi más grande admirador.
Me pone todo él, me pone todo su conjunto, sus cosas buenas y hasta sus defectos entrañables. Me pone su cuerpo y me pone su corazón. La inteligencia es solo una parte pequeña en todo este juego de atracción, y no me avergüenza en lo más mínimo decir que no es lo que me hace sentir enamorada cada día que me despierto a su lado.
Anónimo