Nos conocimos con 17 años y no teníamos nada en común.

Yo era 80s y él era 90s. Yo venía de un cole de niñas bien, él llevaba el pelo largo y camisetas grunge. Él amaba la música de manera profesional, yo la apreciaba de manera analfabeta e ignorante. Él se las sabía todas, yo apenas sabía nada.

Es en momentos así donde aprendes que, fuera de los laboratorios, la química no conoce de leyes ni de fórmulas precisas. Nos deshacíamos en besos adolescentes al pie de las escaleras, en las puertas de los bares, a la salida de clases. Hablábamos madrugadas enteras sólo para seguir hablando a la mañana siguiente. Me escribía notas en mi agenda en días al azar: Hoy es un día cualquiera, pero podría ser un gran día si hacemos algo juntos. ¿Hacemos algo juntos? Nunca pude decir que no.

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Teníamos tanta química. Pero no teníamos timing.

Timing. Esa palabrita inglesa sin traducción perfecta al castellano, sólo comparable a la palabrita castellana sin traducción perfecta al inglés con la que bautizamos nuestra pseudo-relación: Destiempo. Fue en esa incapacidad de traducirnos que naufragamos por años a destiempo y sin entender por qué funcionábamos tan bien y al mismo tiempo, tan mal.

Morí por él (y me morí, ay, tantísimas veces) y él no me tocaba ni con un palo.

Murió por mí (casi siempre a la detección de algún novio bueno en mi vecindario, y es que su radar fue siempre infalible) y yo lo dejaba pasar unos minutos, o el tiempo que dura un beso, antes de echarlo como se echan a escobazos a los gatos callejeros. Dejadme: soy débil. Cuando te tiemblan las piernas por un chico una se descubre en toda su humanidad.

Nos reencontramos con 26 años, ambos de corazón roto y desinflado. Volvimos a besarnos al pie de las escaleras, en las puertas de los bares, a la salida de nuestros trabajos. La química siempre estuvo ahí. Una noche fuimos al cine a ver una de Adam Sandler y, con las luces apagadas, me dijo, “¿y si somos novios?” Le dije que sí, bajito, y sinceramente, no recuerdo de qué iba la película.

Lo inimaginable había pasado: estábamos a tiempo y en el mismo lugar, pero no reparamos en que nos habíamos encontrado como dos bolas de billar que chocan sólo para volverse a separar. Nuestro preámbulo infinito duró casi nueve años. La relación duró poco más de dos. Y fue un puto desastre.

Quizá decir desastre sea exagerado. Nos quisimos de brazos abiertos (quisiera creer que ahora, desde la amistad, nos seguimos queriendo) y nos divertimos, tantísimo. Fuimos a conciertos. Viajamos. Encontramos todos nuestros puntos en común. Nos aferramos a las cadenas invisibles que nos unieron desde el día en que nos conocimos, pero al crecer y convertirnos en las personas que queríamos ser, no había quién eche nuestra maquinaria a andar.

Y es que el amor no solo se construye de química, sino de tiempo. De sincronía. De caminar a la misma velocidad, tocar a la puerta y encontrarte. Siempre pusimos nuestro destiempo como excusa para todos nuestros tropiezos, cuando el destiempo era el que nos gritaba histérico que no funcionaríamos jamás. Hace falta química, estar a tiempo, y ser quien eres en ese momento y en ese lugar. Es por eso que el timing es tan importante como la química. En realidad creo que más. Y eso, señoras, es una putada.