Decía Forrest Gump que la vida es como una caja de bombones; yo la veo más como una magdalena con trocitos de chocolate y uvas pasas. Te la comes poco a poco y en ocasiones tienes la suerte de encontrar un poquito de dulzor chocolateado, pero otras veces te topas con una pasa, que es lo más asqueroso del mundo. Si estás a tiempo la escupes. El problema es que muchas veces te confías pensando que es chocolate y la tragas. Cuando eres consciente de lo que acabas de llevarte a la boca, te enfadas y pones cara de asco. ¿Y ahora qué? Si tiras la magdalena a la basura, te mueres de hambre. Hay que seguir comiendo con la certeza de que llegarán más uvas pasas y trocitos de chocolate que compensen los malos mordiscos.

Siempre pensé que con la edad todo cobraría sentido y la felicidad llamaría a mi puerta. Me imaginaba con el trabajo de mis sueños, un grupo de amigos como el de Friends, una relación ideal con mis padres y un amor de película como el de Meredith Grey y Derek Shepherd. Luego el doctor macizo murió y me di cuenta de que mi vida no era una puta serie escrita por Shonda Rhimes. Estoy muy lejos de trabajar de lo que me gustaría, mis amigos viven a 200 kilómetros de distancia, mi madre me saca de quicio y en el amor estoy todavía en pañales.

Mi vida no es perfecta y no siempre soy feliz. A veces lloro sin motivo. Me pongo música triste y me retroalimento en la mierda. Luego empiezo a echar de menos a mis padres y me planto en coche en mi ciudad para acabar desquiciada a los 15 minutos. Decidme que vuestras madres también os preguntan una y otra vez lo mismo…

– ¿Y cuándo sacarás plaza fija en la oposición?

– ¿Y cuándo conocerás a alguien con el que tener algo serio?

– ¿Y cuándo te comprarás un piso?

Yo no tengo respuesta a esas preguntas, sólo más incertidumbre.

Cabreada y confundida cojo el coche y conduzco durante una hora hasta llegar a mi pisito de soltera. Me preparo un té, me pongo a escribir como estoy haciendo ahora y me doy cuenta de que vivo en un estado de confusión constante. Sé lo que quiero, de verdad que lo sé, pero no está en mi mano conseguirlo todavía.

Cada día es igual: me despierto, estudio, trabajo y si saco un rato libre me pongo a ver algo en Netflix porque el resto de mis amigos ya están en la cama. Días y días que invierto en ganar dinero para poder vivir de forma independiente y en estudiar para poder tener un futuro que sé que me apasiona, pero que no sé cuándo va a llegar. Y mientras pierdo dioptrías frente a libros de 500 páginas para aprobar la oposición, reducen las plazas y aumenta el número de gente que se presenta al examen. Esto es lo que llaman gratificación demorada, o eso creo.

¿Por qué la gente que me rodea es tan feliz? ¿Por qué todos trabajan de lo suyo y yo no? ¿Por qué tienen pareja y yo acabo de romper con la persona con la que me imaginaba pasando la vida entera? ¿Por qué no puedo parar de compararme con los demás?

De repente me paro en un semáforo, miro al frente y entre la multitud encuentro una cara familiar: mi reflejo en el cristal de una pastelería que cerró hace meses. Esa soy yo, con mis ojeras, mis días tristes, mis malas rachas y mis ganas de seguir adelante. La vida me está dando limones y no necesito azúcar moreno, Sprite, ron ni hierbabuena. Me los como aunque estén amargos porque estoy cansada de buscar el lado bueno a todo. A veces las cosas son una puta mierda y no quiero consejos buenrollistas ni frases de autoayuda sacadas de una cuenta de Instagram.

La decepción, la tristeza, la ira, el miedo… Todas estas emociones son parte de mi intrincada cabecita boba. Hoy dejaré que salgan. Mañana será el turno de la esperanza.