Lee aquí la parte 1

 

Del día en que me dijo “finge que nos queremos, que nos están mirando”.

Empezaba otro día maravilloso en la oficina (nótese la ironía) y yo estaba ahí, teclea que teclea en mi ordenador, organizando el día. A las 10:00h, se levanta mi jefa con un despliegue cual elefante en una cacharrería gritando:

– ¿Qué sala me has reservado para la reunión?

– ¿Qué reunión?

– La que tengo por teléfono.

– No sabía que tuvieras ninguna reunión, no la veo en mi agenda ni recuerdo haber recibido nada al respecto. ¿Te puedo ayudar en algo? – Ahí yo dudaba si es que trabajaba con Paquita Salas y aún no me había dado cuenta. Pero va a ser que no, que yo soy yo, y que ella seguía siendo Bárbara, mi jefa. – Si es por teléfono, quizás puedes participar desde tu escritorio.

En ese momento yo empecé a ver cómo se le calentaba la cabeza hasta echar humo. Digna y cabreada, se fue a buscar salas por todo el edificio, y encontró una muy pequeñita, estilo cabina de teléfono, con una pequeña mesa y un teléfono fijo en la que solo cabía una persona. Era perfecta, ella se encerraba un rato en la ‘mini-cabina telefónica’, gritaba a otra persona que no fuera yo mientras duraba su importante llamada/reunión y yo me quedaba un ratico tranquila. Pero va a ser que no, que insistió en que yo tenía que esta con ella.

Lo primero que hizo fue intentar meter una silla más. Chica, ahí no cabía ninguna silla, es que ni con calzador. A mí parecer dimos un espectáculo bastante bochornoso, aunque creo que las personas que nos estaban viendo no opinaban lo mismo pues se estaban partiendo el ojete. La silla intentó entrar de todas las maneras: recta, de lado, del otro lado, del revés, más arriba, más abajo, que si ahora entra pero no cabe una rueda y no se puede cerrar la puerta, todo ello acompañado de sonidos “silliles”, grititos de dolor cuando nos pillábamos la mano y gruñidos de mi jefa.

jefa

Si ya sabía yo que no se podía ser tan cabezota en la vida. Finalmente decidimos que, como buena becaria, ella se sentaría en la única silla que entraba y yo me quedaría de pie estrujada contra la pared.

Mi papel allí era altamente importante, yo era la que tomaba notas, la escribana me llamaban, esa que escribe con puntos y comas lo que dice tu señora jefa, sobre todo para tener argumentos y evidencias para posteriores reuniones por si surgía cualquier discusión. Pero claro, nuestro medio de comunicación era un teléfono fijo del año de la Mari Castaña (hasta mis padres en los 80 tenían un teléfono más moderno) que con suerte tenía un botón de ‘manos libres’.

Allí que empezamos la reunión, no paraba de hablar gente, yo cogiendo mis notas así como podía, mi jefa poniendo cara de interesante y poniéndose un dedo a la derecha del ojo, como si estuviera activando la tecla de pensar, y llegó el gran momento, ese momento en el que era el turno de Bárbara, en el que iba a argumentar y dar su gran discurso en aquella reunión. En cuanto escuchó su nombre, puso voz de persona importante y empezó a hablar super decidida y seria, profesional. Tras un pequeño rato hablando, de repente empezó a hablar alguien más, a la vez que ella. Bárbara se puso nerviosa a decir, “¡oye que estaba hablando yo! Pero nada oye, que la otra persona no se callaba.

Entonces nos dimos cuenta de lo peor, y es que el micrófono no funcionaba cuando el ‘manos libres’ se activaba.

Mi jefa me miró con cara de odio, porque obviamente todo lo que ocurría en el mundo era culpa mía. Quitó el ‘manos libres’, volvió a coger el turno de palabra, y yo mientras tanto seguía allí, incómoda, sin poder tomar notas porque no escuchaba, y estrujada contra la pared (de cristal por cierto, por lo que me veía todo el mundo que pasaba), y cagada…estaba realmente cagada porque sabía que Bárbara estaba muy enfadada.

jefa

Entonces llegó el momento, terminó la llamada. Si antes echaba humo, ahora ya estaba realmente incendiada. Era como si toda la Península Ibérica estuviera ardiendo. Empezó a regañarme, gritarme, y recordarme todo lo que había hecho mal esa mañana. Entonces yo, en lo que creía que era un acto de rebeldía, le dije “a ver Bárbara, todo esto hubiera sido más fácil si me hubieras dicho que había una reunión, y si no, buscando una solución sencilla como quedarte en tu mesa con tu teléfono sentada”.

Acababa de firmar mi muerte. Un gran terremoto de furia comenzó, precedido por la gran frase “un jefe siempre lleva la razón y jamás se le rechista”. Yo, débil, insegura, no pude evitar romper a llorar. Salí de allí corriendo para que me viera el mínimo número de personas posible y me encerré en un baño.

Yo estaba allí, sentada en una taza de wáter llorando, suplicando que se me pase el bochorno para poder volver a trabajar rápidamente. Suena la puerta, es mi amiga becaria Naira; “sé que estás ahí”, me dijo. Salí y me abrazó tan fuerte como jamás nunca nadie lo había hecho”. Me dijo que estaba conmigo, y sentí que era una estrella caída del cielo que había venido a cuidarme, me sentí realmente en casa (te estaré eternamente agradecida).

jefa

La puerta del baño se volvió a abrir, era Bárbara. Apartó a Naira y me dio un abrazo, ¡y un beso!, entonces me dijo al oído “finge, finge que nos queremos que nos están mirando” y le dijo a Naira que estuviera tranquila, que se podía ir, que estaba en buenas manos.

Bárbara y yo nos quedamos a solas, me miró a los ojos y me dijo: “que sea la última vez que le hablas a alguien de mí, y por supuesto, que sea la última vez que te atreves a tener una amiga en el trabajo o a mostrarle a alguien tu confianza”, me cogió fuerte de un brazo, sonrío y me llevó de nuevo a mi escritorio, para que todos nos vieran cómodas y felices volviendo a nuestros quehaceres.

 

Mérida