Soy pechugona. Desde mi más tierna adolescencia. Y desde el primer momento en el que me salieron las tetas ya estaban allí mis compañeros de clase para recordarme (por si no me había dado cuenta) que mis pechitos estaban aumentando su tamaño por encima de la media. Por suerte, los comentarios que recibía por mis tetazas no me crearon ningún complejo, más bien al contrario. Como a la gente le gustaba tanto hablar de mis tetas, a mí me empezó a gustar lucirlas.

Pero cuando tienes catorce años y unos buenos melones, lo más normal es que si vas a la mercería de tu barrio a comprarte sujetadores (que ser gorda a finales de los 90 principios del los 2000 era muy jodido en lo que a ropa se refiere, eso ya lo sabéis todas) la señora vendedora te diga que lo que tú necesitas es un sujetador reductor. Y que te saque una cosa feísima de un color terrible que te haga odiar tu cuerpo, tu vida y su maldita tienda.

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Yo me pasé muchos años de mi vida odiando a muerte a los sujetadores reductores. Eso también significó que durante muchos años de mi vida yo solo tuviera tres sujetadores como máximo, porque como los normales «en tu talla» eran algo extraordinario, solían tener también un precio fuera de lo normal, así que mi madre tampoco se dejaba el sueldo, como es muy lógico, en mantenerme una colección de ropa interior de lo más completa.

Pero el tiempo fue pasando y la moda fue cambiando. Aún así, allá donde iba para descubrir nuevas opciones a la hora de sujetar mis peritas me encontraba con el mismo problema, y es que al decir mi talla, las dependientas, por inercia, siempre me aparecían con algún sujetador reductor: que no, señora, que no, que yo no quiero reducir nada, yo quiero lucir lo que tengo.

Toque, toque, mire qué género
Toque, toque, mire qué género

Y no veáis la fiesta nacional que monté cuando descubrí los push ups y marcas como Victoria’s Secret que, no solo fabricaban mi talla, sino me ponían las tetas a la altura de las amígdalas. Qué feliz iba yo con mis atributos moviéndose al compás del chacachá, del chacachá del tren. Aunque… para qué mentir. A veces también iba un poco incómoda. Llevar ahí todo el mostrador (como lo llama mi padre) montao no siempre era sinónimo de comodidad, y cuando me convertí en señora de gimnasio (adicta al yoga) y probé los sujetadores deportivos… qué queréis que os diga, si me encanta un chándal precisamente por lo cómoda que se vive en él… cómo no iba a poder apreciar las ventajas de llevar las tetas bien prietas, aunque muchísimo menos marcadas.

Qué bien se vive sin tener que preocuparse de lo mucho que te botan los pechis cuando subes unas escaleras, por ejemplo. O sin mancharte cuando sales a comer porque tanta teta (y barriga, la verdad, vamos a reconocer las cosas) no te dejan arrimarte a las mesas tanto como deseases. Habiendo sentido en mis propias carnes lo a gustito que se está con la teta recogida… llegó el momento de plantearme probar un sujetador reductor.

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Vale, me paso al bando reductor, pero por favor, no quiero NADA que se parezca ni remotamente a los sujetadores reductores de 1999. Por suerte para todas la moda ha cambiado tanto que ahora te encuentras unas monadas maravillosas a precios asequibles si sabes dónde buscar. Y elegí uno. Y me lo compré. Y me llegó a casa. Y me lo probé. ¡Y qué maravilla!

Con deciros que no me lo quito… Resulta que ahora un sujetador reductor se ha convertido en mi nuevo sujetador favorito. Es bonito, así que «si tengo que ir al médico» o salir de fiesta o echar un polvete, quedo divinamente. Pero lo mejor: es tan cómodo que lloro. No se me mueve ni una estría. Y el día que quiera lucir delantera, ahí estarán en mi cajón esperándome todos esos sujetadores que sacan lo mejor de mí. Pero a esta entonces… ¡me quedo contigo, sujetador reductor!

 

Y si todavía no has encontrado el sujetador reductor ideal, estás de suerte porque ES ESTE. Y encima barato.