Cansada, agotada, exhausta. Con ojeras instaladas para el resto de la vida y arrugas más profundas que un armario. Las frustraciones vienen y van y la desilusión del look elegido para el día se instala lentamente. Las cejas, la calva o el grano incipiente, el caso es que hoy están más presentes que ayer. Te ahogas estirándote, metiendo tripa y encima con las prisas tienes hambre; porque siempre vas con prisas. Ese es el mundo. Fea, horrible, acomplejada. Vacía de expectativas y llena de arrepentimientos.

Entonces las puertas del ascensor se abren en la planta cero. Podrías seguir diciéndote todo esto delante de un espejo durante horas; además te volverías mejor y más cruel a medida que el café del desayuno empezase a surtir efecto. Y podrías decir más y mejor si además hubieras apuntado lo que vienes diciéndote los últimos años, porque algo que no te advierten cuando creces es que la acidez se multiplica y los espacios seguros de fortaleza los tienes que andar pintando cada vez que amanece.

Lo cierto es que se abre el ascensor y a veces consigues dejar todo esto ahí y que se suba de nuevo a la planta tercera, hasta el piso C y se meta de vuelta en el cajón junto con los vaqueros que te compraste hace 4 veranos pensando que del año que viene no pasaba que te entrasen. Hasta la próxima colisión con ellos cuando no tengas nada que ponerte. Pero a veces no lo consigues y se va toda esa mierda contigo, a removerse al curro, a pasarse el día entero mirándote desde cualquier rincón.

 

Con el tiempo, como con todo, aprendes a disfrutar de cada pedrada de la vida. Aprendes a disfrutar de la evidencia de todo aquello que te martiriza: ¿la ropa no te disimula las lorzas? Pues reconócele que gracias a ella puedes quitarte la enorme losa de hacer trucos de magia con los brazos cuando hablas con alguien: ya no tienes nada que disimular, lo que se ve, es lo que hay.

En mi caso pienso, no me apasiona quedarme calva pero el hecho de aceptar lo evidente que se ha hecho, me deja por fin disfrutar de mantener el contacto visual con la gente: ya no me miran a la cabeza intentando decidir si lo que intuyen blanco entre mis mechones negros es mi cuero cabelludo; se ve a la legua que lo es.  

Al final del día de cada día, te acuestas tú misma contigo misma. Ni de coña ya todo va a ser más fácil, no creo que en seguida te sientas a gusto en tu piel, pero ni de coña deberías dejarte vencer por eso. La evidencia de todas tus inseguridades, con el tiempo, te aligeran las alforjas: al saber qué llevas, puedo saber cómo llevarlo y hacerlo más liviano.

Estoy segura de que te has odiado tanto tiempo que nadie sabe hacerlo mejor que tú y eso, si te digo la verdad, hace que todo te la sude cada día un poco más.

Carlota Quiroga