Un día de verano se nos ocurre a mi mejor amiga y a mi irnos a la ciudad de al lado (la ciudad donde me crié) de vermú y pinchos. No habíamos tenido suficiente marcha ese sábado que la mejor idea era meternos una hora en un bus con toda la resaca. Los pinchos de esta ciudad merecen tanto la pena que era lo que el cuerpo pedía.

Llegamos y comenzamos la ruta del bacalao, pinchos y cervecita. De entre todos los bares a los que queríamos ir hay uno que destaca por su tortilla de patatas con salsa. ¡Madre mía cómo está esa tortilla! CERRADO. Mi gozo en un pozo, casi habíamos ido por esa tortilla. Con todo el dolor de mi corazón me senté en el bar de al lado y mis ojos fueron rectos a un chico que estaba allí con un amigo. Tantos años viviendo en esa ciudad y no ubicaba a ese chico, me sonaba muchísimo y se lo comenté a mi amiga. A ella también le sonaba.

Me puse manos a la obra con el equipo de investigación (creo que me debería dedicar a ello profesionalmente) y en menos de 5 minutos tenía su perfil de Instagram. Normal que me sonara el chico, teníamos bastantes conocidos en común y por edad (es mayor que yo) habíamos coincidido en algún evento. 

Como el disimulo no es lo mío, se notaba mucho que estábamos hablando sobre él y yo no paraba de mirarle. Tuve un poco de decencia y le empecé a seguir cuando ya nos estábamos volviendo en bus a casa. Me empezó a seguir al instante y casi al segundo me escribió: “se estaba bien en la terraza eh”.

Eso dio pie a dos días intensitos de fichas y al final decidimos quedar al tercer día. Yo pensaba en una cita normalita, por la mañana para no beber mucho, dar un paseo y conocernos mejor pero la realidad fue otra. Sí que fue por la mañana y nuestra intención no era emborracharnos a las 11 de la mañana pero hubo algo que no nos esperábamos: en persona no nos soportábamos.

Fue empezar a hablar y no teníamos nada en común; hablaba sobre el respeto hacia los toreros, que si la iglesia ni tan mal, que le gustaba más X partido político… Yo como anti taurina, que si piso una iglesia me quemo y no me gusta hablar de política lo estaba pasando fatal. Por no discutir (más) me di un poco a la bebida, mi buena cerveza que me quiere y me apoya en todo. Fuimos de bar en bar hasta terminar en el de debajo de mi casa y me encendí un cigarro. Madre mía, desaté el infierno en ese momento. Puso el grito en el cielo porque yo fumaba y fue tirando del hilo y al parecer también le molestaban mis tatuajes, mis piercings y mi forma de ver la vida. Mi odio hacia él iba creciendo poco a poco, como supongo que el odio de él hacia mi crecía de la misma manera. 

No me digáis por qué pero subimos a mi casa pero os juro que sin ninguna intención porque estaba cabreada nivel: vete ya que le quiero contar esto a mis amigos. 

Estábamos de pie en mi salón y cuando me quise dar cuenta me metió un Smint en la boca. Eso parecía un anuncio malo de caramelos de menta y mi enfado llegó a su límite. Le aparté y cuando le miré le vi tan atractivo que reaccioné  besándolo con toda la rabia del mundo. De pared en pared nos íbamos besando bastante salvajemente, no había palabras. Las miradas eran totalmente de odio y de ganas de follar. En mi cabeza pensaba que cuanto mejor me lo follara más me iba a odiar y sobre todo más se iba a odiar él. Supongo que él pensaría lo mismo, porque ese pedazo de polvo entró en el top 3 de mis mejores experiencias sexuales. Sabía exactamente lo que me apetecía, nos leíamos la mente, era salvaje, era bestia, era el odio que nos teníamos mutuamente.

 

Sandra Regidor