Tener un papá perfecto arruinó mi vida amorosa.

 

Siempre he escuchado sobre malos padres, que abandonan, o son desentendidos, maltratan a sus esposas o a sus hijos, beben de más y cosas por el estilo. Es en su mayoría lo que vemos en libros, tv y pelis, y para mí siempre fue un concepto muy ajeno, muy irreal ya que mi caso no puede estar más alejado de todo eso. 

Mi papá siempre ha sido un príncipe, con nosotros sus hijos, por su puesto con mi mamá, su esposa, y hasta con el resto de la familia, los vecinos, compañeros de trabajo y demás. Suena genial, ¿a que sí? Para mi infancia, y mi yo de niña, sí. Pero para mi yo adulta no tanto.

Desde que comencé mi vida adulta y a tener citas, inmediatamente me di cuenta de que no la iba a tener fácil. Ningún tío me parecía suficiente, siempre les faltaba algo. De adolescente no me picó el bicho por ahí y todo iba bien. Venga que a esa edad uno tiene cucarachas en la cabeza y no le importa demasiado si el chico trabaja, es buena persona, proveedor de familia o detallista. Con tal de que tenga coche y estilo va bien. Si además está en una banda sin futuro pues puntazos extras para él. Pero de adulta la cosa cambia, y uno empieza a buscar cosas más importantes en la persona con quien quiere compartir su tiempo.

Fue ahí cuando me di cuenta de que estaba jodida y que la iba a tener bien difícil para encontrar un chico que alcanzara mis expectativas. La barra que había puesto mi papá estaba demasiado alta. Si el chico con el que salía no me llevaba flores al trabajo sin motivo, pues ya para mí le faltaba interés. Si no me preparaba la cena al llegar del trabajo, era un desconsiderado. Si no era lo suficientemente bueno con sus papas, de una lo tachaba de mala persona. Total que si no era una cosa era otra, pero del uno al veinte, ninguno pasaba de los diez. Un día, ya con treinta y dos años y varios de soltera, llegué a casa cansada de trabajo y no les miento que este fue el escenario: le había dado a mi papá las llaves de mi apartamento para que revisara el aire acondicionado que estaba fallando, y cuando llegué me encontré el lugar con perfecta temperatura, una cena de mi restaurant favorito en las bolsas, una botella de vino en el congelador y una nota recordándome que debía relajarme y descansar lo suficiente. 

Cansada y estresada del trabajo, me bebí el vino, me comí toda la cena y recosté sintiéndome muy querida, pero pensando en cómo nunca nadie más había hecho eso por mí antes. Después de mucha reflexión y no les miento, unas cuantas (y necesarias) citas con una psicóloga recomendada por una amiga, finalmente entendí que nadie había hecho algo así por mí porque simplemente no les había dado la oportunidad de quererme hasta ese punto, aunque obviamente no es un tipo de amor que se parezca o compare.

Pero si desechaba chicos a diestra y siniestra a la primera señal que daban de no ser lo que yo consideraba perfecto, obviamente no permití que ninguna relación evolucionara lo suficiente para saber si esa persona podía llegar a quererme como yo sentía que quería y merecía. Decidí, quizás gracias a la recién adquirida madurez, conocer chicos con la mente más abierta, y darme un pellizco cuando me descubriera comparando a alguno de ellos con mi papá (suena creepy, lo sé). Al principio no fue fácil, los viejos hábitos son difíciles de matar, y los primeros meses no funcionó. Pero poco a poco fui corrigiendo esa conducta destructiva que iba a dejarme sola de por vida, y finalmente terminé escribiéndole a un chico con el que había salido unos meses atrás, y que había descartado por la más grande de las tonterías (no cocinaba y yo me había criado en un lugar donde el esposo recibía a la esposa con un banquete). 

Tenemos ya más de un año saliendo, y cuando me preguntó porque había pasado de él esa primera vez y le respondí con honestidad, no solo no me juzgó, sino que además se mostró muy comprensivo. La relación va viento en popa y ya hace una que otra cosilla en la cocina, aunque para mí, esas tonterías dejaron de ser importantes hace un buen tiempo. 

 

Anónimo