¡Ah, la maternidad! Esa etapa gloriosa de la vida donde las ojeras se convierten en tu nuevo accesorio de moda y los juguetes invaden tu hogar como si fueran una horda rebelde que ha decidido tomar el control. Pero, claro, ¿quién necesita dormir o tener un salón impecable cuando se puede tener la alegría de escuchar un “mami te quiero” de la boca de tu hijo?

El problema que yo me he encontrado como madre es que la sociedad pretende que tengas hijos pero que sigas viviendo como antes, y eso es imposible. Tengo hijos y se me nota, es lo que hay. Y encontrarte a la vecina de turno en el rellano, un lunes por la mañana y que te diga “¡Anda! Que mala cara tienes” pues no ayuda mucho.

Si, tengo ojeras, no me peino, y salgo de casa en chándal, que es lo único que me vale después de dar a luz a mi segundo retoño. Ahora mismo todo mi tiempo va enfocado a mis hijos, a atender al mayor que tiene 4 años y a un bebé que no para de llorar, y que duerme poco por el día y casi nada por la noche.

Es fascinante cómo la gente espera que sigas siendo la misma persona radiante y arreglada después de tener hijos. Como si la maternidad no viniera con su propio código de vestimenta, donde la ropa con manchas de leche o puré es la última moda y una coleta mal hecha es el nuevo peinado chic.

Ducharme se ha convertido en una actividad de ocio. Dejar al bebé con mi marido unos minutos y meterme debajo de la ducha con el agua casi hirviendo, es ahora mi nuevo hobby, cierro los ojos y me imagino que estoy en un spa, relajada y sin ruido. Hasta que oigo a mi hijo berrear como un loco y me doy toda la prisa que puedo para volver a su lado.

Yo antes tenía aficiones más chulas que ducharme, como leer, pintar o viajar. Ahora lo único que leo son los emails de la profesora de mi hijo mayor, lo único que pinto son dibujos para mi hijo o le ayudo con las manualidades que le piden en el colegio, y mi viaje favorito es al super a comprar pañales y leche de fórmula.

Puede que mi casa se parezca más a una zona de guerra de juguetes que a una revista de decoración, pero al menos estoy criando a la próxima generación de arquitectos de torres de bloques, de veterinarios de dinosaurios, o de mecánicos de coches Hot Wheels.

Y no hablemos de los planes sociales. Salir a cenar con mis amigas un sábado por la noche suena tan lejano como una expedición a la Luna. Puedo dejar a mis hijos con mi marido, que es un adulto totalmente funcional (os hablo de ello en otro artículo) y está totalmente capacitado para cuidar de sus hijos. Pero prepárate para verme cabeceando en la mesa del restaurante mientras imagino mi cama como si fuera un oasis en el desierto.

 

Y ya si nos metemos en el mundo laboral, la empresa no está preparada para que tengamos hijos. Yo antes era de la que echaba horas como una loca, no me esperaba nadie en casa así que no me importaba salir tarde. Pero ahora a la hora en punto estoy saliendo por la puerta porque si me entretengo un poco, no llego a tiempo de recoger a mi hijo mayor del colegio.

Os aseguro que no están muy bien visto eso de llegar justo a tu hora y de irte cuando el reloj marca la hora de tu salida. Y ya si pides una reducción de jornada, un horario flexible o teletrabajar, apaga y vámonos.

Así que, querido mundo, sí, tengo hijos y sí, se me nota. Pero también tengo un corazón lleno de amor y la habilidad de encontrar la felicidad en medio del caos. Y si te asustan mis ojeras, mi pelo despeinado y mi salón desordenado, entonces, amigo mío, es que no has experimentado el milagro maravilloso de la maternidad o de la paternidad.