El pasado 30 de noviembre Tess Holliday publicaba en su perfil de Instagram una entrada que todavía me estremece a día de hoy. Ella, madre entregada y súper orgullosa de los suyos, se hacía eco de algunos de los mensajes que recibe a diario. Comentarios reprochándole que por culpa de su cuerpo no podrá ver crecer a sus hijos, echándole en cara el mal ejemplo que es y será siempre para su familia. Crudas palabras llegadas de desconocidos pero que tarde o temprano sus hijos podrán leer.

https://www.instagram.com/p/B5eZfPbnssg/?utm_source=ig_web_copy_link

Siempre he admirado la fuerza de Tess, lo mucho que demuestra al mundo, lo maravillosa que es a pesar de lo mucho que tiene en contra. Pero ese día, en esa entrada, pude leer a una Holliday preocupada y sumamente enfadada con la sociedad. Porque pocas cosas hay más duras que a una se le reproche algo en su papel como madre, y es que al fin y al cabo somos como leonas: ‘a mí dime lo que quieras pero a mis hijos ni los menciones‘.

Hubo un mensaje de los muchos que Tess adjuntó en su perfil, que me chocó particularmente. Una persona aludía directamente a su hijo recriminándole que el ser madre debería ser suficiente razón para cuidarse si es que su intención es ver crecer a su pequeño. Dejando a un lado el pedazo de mierda que tienes que ser para dar por hecho que alguien va a morir joven porque tú lo digas, ¿qué tipo de enseñanza moral quieres demostrar con ese argumento?

Llevo muchos días dándole vueltas a todo esto, y francamente sé que en la actualidad estoy en una posición muy similar a la de la conocida modelo. Sin fans ni personas random que quieran enviarme sus tonterías por mensaje privado, pero batallando cada día con eso de ser una madre gorda criando a una hija con total normalidad. Ese ‘quizás ahora es el momento para cuidarte‘ lo conozco, y me repatea el hígado sobremanera. Porque sé que ahora tengo a mi cargo a una criatura, pero mi apariencia no tiene que ser un sinónimo de vida poco saludable.

Retomamos el cuento de siempre, la historia de nunca acabar, el argumento en el que las gordas nos pasamos el día devorando bollos y como solo sabemos consumir grasa, seremos un pésimo ejemplo para nuestros hijos porque también los atiborraremos de chuches y chocolates, y entonces criaremos gordos y así seguiremos poblando el mundo de más y más gordos. La culpa al final es solo nuestra.

Es curioso entonces que en mi familia de una madre gorda tan solo una de sus hijas, osea yo, heredara la gordura. No es mala media, una de tres. Pero rompe por completo esa hipótesis en la que las madres gordas somos el peor ejemplo. Viví desde mi niñez junto a una mujer grande y curvy, y no le di ni la mayor importancia a ese detalle hasta que la sociedad me hizo entender que el físico de aquella señora que me daba todo su cariño, no era el correcto.

Porque cuando eres pequeña ves a tu madre como lo que es, esa persona imprescindible que te da todo el amor y atención que precisas. Qué te importa a ti si tiene más o menos culo o si pesa más o menos en la báscula, es tu mamá, la amas, la idolatras y no hay más vuelta de hoja. Pero con el paso de los años, sobre todo cuando la adolescencia aflora, el mundo te impone una realidad suprema e irrebatible. Esa señora es gorda y, al menos en lo físico, no debes seguir sus pasos. Esa mujer de la que has aprendido tanto hasta ahora está equivocada, es errática, no gusta.

Y yo lo vi, lo sentí en mi piel de niñata sin dos dedos de frente. De pronto, como de la noche a la mañana, contemplé a una mujer que ya no era esa madre bonita que me tenía anonadada. Le reproché que no fuese como las demás madres, que no estuviese delgada y que no vistiese como todas las demás. Idiota de mí, quería una madre con vaqueros apretados, con la que poder compartir ropa, que no llevase siempre faldas y blusas flojas. Me alejé de ella y no quise seguir su ejemplo. Qué imbécil era.

Por suerte el tiempo y la cordura me enseñaron a ver más allá de todas esas milongas superficiales. Nadie te quita todos esos años de tonterías y estupideces, pero como de los errores también se aprende, es mejor quedarse con eso. Cuando ya había aprendido a amar a mi madre con o sin su cuerpo curvy, una maldita enfermedad le hizo bajar de peso casi drásticamente.

Una serie de operaciones durísimas, un bicho horrible y un tratamiento feroz le robaron buena parte de su cuerpo en cuestión de semanas. De pronto tenía a esa madre delgada de la que tanto me habían hablado, y yo solo podía mirarla y quererla deseando que todo aquello pasase cuanto antes para que la vida le devolviese todo lo que le había robado. ¿Y sabéis qué? Nunca volví a ver a la madre gordita que yo había tenido. Tenía a mi madre, por supuesto, pero su físico jamás recuperó aquella forma que todos recordábamos.

Se fue siendo menuda como nunca antes la habíamos visto. Siendo ella, con su mirada y su sonrisa, pero observando con morriña toda la ropa enorme que llenaba un armario que nunca más abriría. Qué curiosa es entonces la vida, amigas, porque en los recuerdos que mi cabeza atesora de ella solo veo a esa mujer rellenita a la que tanto adoraba abrazar.

El amor incondicional no sabe de kilos. Una buena madre está siempre dentro, ya sea de un cuerpo delgado o gordo. Querer a una madre es algo tan fuerte que el físico jamás debería importarnos. Dejemos de decir tonterías y de llenar las redes con principios morales de mierda. Un hijo necesita una madre (o un padre) que le quiera, sin condiciones sobre si esa persona debe ser alta, baja, gorda o delgada.

El mundo nos hace ser crueles en demasiadas ocasiones. Ya sea contra los demás o contra nosotros mismos. Ser madres ya es suficientemente duro como para cargar con esa mochila que nos apoca por continuar siendo gordas mientras criamos a nuestros hijos. Quiero que en mi familia me quieran por lo que soy, por cómo hago las cosas, por ser su madre por encima de todo. Basta de etiquetas y de imposiciones absurdas. Para ser una gran madre nada importa una talla.

Mi Instagram: @albadelimon

Fotografía de portada