Hace unos meses conocí a Mister Perfecto por Tinder. Era un pedazo de tío de esos que quitan el hipo, pero no solo eso, sino que además era un intensito de esos que me vuelven loca. Desde el primer momento mostró interés por este cuerpo serrano, lo cual está bien, porque no estoy como para perder el tiempo. No paramos de hablar durante semanas. Nos mandábamos memes desde por la mañana, nos contábamos historias siempre a medias para terminarlas cuando nos viéramos…
Después de un tiempo prudencial, por eso de que a mí me acojonaba muchísimo quedar, decidimos quedar un domingo por la mañana para ir al rastro, para elegirnos el uno al otro camisas tremendamente horteras de segunda mano. Vamos, lo que en lenguaje de modernos equivale a darnos anillos de pedida.
Hicimos como que los nervios de los primeros veinte minutos eran cosa del cansancio, porque a quién se lo ocurre quedar por la mañana, pero poco a poco nos fuimos soltando. Las bromas empezaron a surgir, el tonteo apareció. Nos fuimos tomando el pelo el uno al otro y yo ya estaba en plan YA ESTÁ, ME CASO. Durante ese paseo, nos terminamos todas las historias que nos habíamos dejado a medias. Nos reímos. Incluso llegamos a ir cogidos de la mano, como si fuera lo más natural del mundo.
Andamos hasta encontrar un puesto de libros de segunda mano, y nos pusimos a mirar mientras comentábamos nuestros favoritos. De repente, apareció “La voz a ti debida”, mi libro favorito, y me lo compró como regalo. “Así ahora me puedes leer alguno”, me dijo, «y luego, cuando llegues a casa, te acordarás de mí”. Ahí yo ya estaba que me quería morir. Ese hombre estaba hecho para mí, estaba escrito por todas partes.
Fuimos al templo de Debod y nos sentamos en el césped. Allí, entre poemas y hamburguesas de un euro, nos dimos nuestro primer beso. Y joder, qué beso. Fue el beso más beso de todos, la cúspide del morreo, vaya.
Poco después me dijo que se tenía que ir. Estábamos en mitad de la época de exámenes y la cita, que en teoría iba a ser un paseo, acabó siendo un día entero, así que me pareció normal. Nos besamos en la parada de metro como si no hubiera un mañana, y prometimos hablar al llegar a casa.
Pero al llegar no hubo mensaje. Ni al día siguiente. Ni la semana de después. Me dejó con un “¿qué? ¿has llegado bien a casa?” más en visto que vistín. Desapareció.
Sin embargo, siguió viendo todo lo que hacía en Instagram. Me daba ‘me gusta’ a mis fotos, me comentaba las stories para decirme lo preciosa que estaba. Pero cada vez que intentaba hablar con él para saber de su vida o intentar quedar, me hacía bomba de humo.
Ahí fue cuando descubrí que me estaba haciendo un orbiting, la nueva frontera del ghosting de toda la vida.
Si el ghosting consiste en desaparecer de la faz de la tierra, el orbiting es algo así como un sí pero no. Es un querer saber de la vida de alguien, pero no de esa persona. Es no tener interés, pero no querer cerrar la puerta del todo por si algún día estás horny y necesitas una chica en la recámara.
Vamos, que Míster Perfecto era en realidad Míster Gilipollas, porque intentó hacer conmigo lo que hago yo con las bolsas de plástico de Mercadona: tenerlas guardadas en un cajón por si acaso. Y amigo mío, por ahí sí que no paso. Si no te intereso, me lo dices y no pasa nada. Deja de seguirme, deja de hablarme, sigue con tu vida y no intentes joderme la mía reapareciendo cuando te da la gana.
Boy, bye.
Anónimo
