Hay tíos que parece que han salido de una gruta, literal, y también los hay que deben de vivir en su propio universo paralelo donde las mujeres somos algo así como divas del porno deseosas de caer en sus brazos sin parar de gemir. Puedo parecer un poco despechada, pero es que empiezo a estar muy harta de dar con hombres que tienen una idea predefinida de la mujer y de ahí no se apean.

Mi último encontronazo fue no hace mucho, de hecho no ha pasado ni una semana desde que conocí a Carlos para posteriormente largarme por patas ya un poco escarmentada de tanta tontería. Os pondré un poco en situación…

Tengo 33 años y soy una chica pues del montón. Tampoco suelo poner demasiado empeño en todo el tema del maquillaje, con lo justo me veo bien, y en cuanto a la ropa priorizo ante todo lo de ir cómoda lo que no significa que siempre vaya en chándal pero es muy improbable verme enfundada en un micro vestido de licra o algo por el estilo. Esto si hablamos de mi físicamente, porque en cuanto a mi forma de ser, todos dicen que soy una persona la mar de divertida. Que sí, que soy de lo más corriente que hay, pero os puedo asegurar que cuando se me conoce merezco la pena.

La cuestión es que en navidades me abrí una cuenta en Tinder azuzada por mi cuñada que es de lo más pesado que hay. Y después de bebernos cuatro vinos y un coctel terrible que nos hizo mi tía, allí que nos pusimos a crear la que sería mi carta de presentación a los hombres. Bien de fotos y con una descripción que nos parecía escandalosamente original y mágica, aunque una vez pasados los efectos del alcohol más bien era un trabalenguas que venía a decir que ‘estaba deseando que me dieran candela pero con elegancia, nada de barbaridades ni babosos de catálogo’.

A los pocos días de crear aquel perfil me llegó un aviso de que un chico se había interesado por mí. Ese chico era un poco el protagonista (o antagonista) de esta historia. Empecé a hablar con Carlos más o menos a principios de enero y tras varios días chateando la cosa se enfrió un poco y pasamos bastante el uno del otro. Alguna vez pensaba en él sobre todo porque me había parecido un hombre simpático y sincero. Pero a mí lo de chatear no es lo que más me gusta del mundo y tampoco vi por su parte mayor interés en conocerme, así que pasé un pelín.

Y ahí se quedó mi primer contacto con Tinder… al menos hasta que hace pocas semanas la aplicación me volvió a avisar de la entrada de un nuevo mensaje. Sorprendida vi que Carlos era el remitente, que me volvía a preguntar cómo me iban las cosas y que si ya había encontrado a mi media naranja. Sí, me alegré un poco, he de decirlo. Y respondí rauda y veloz buscando un mensaje gracioso con el que encandilarlo.

Pasamos de escribirnos algún que otro mensaje a mantener conversaciones realmente largas hablando un poco de nuestra vida. Conocí mucho más a Carlos y la verdad es que me estaba empezando a gustar un poquito. Era camarero en un bar del centro así que así como quien no quiere la cosa le propuse que me pasaría un día a tomar algo para poder saludarlo en persona. La idea le pareció divertida por lo tanto me envalentoné y me propuse ir al día siguiente y sentarme en la barra sin decir nada más, a ver si era capaz de reconocerme.

Estaba nerviosa, por supuesto, pero también me parecía divertido verme en medio de toda la clientela y poder sorprenderlo de alguna forma. Me puse mona pero informal, me maquillé las pestañas todo lo que mis gafas me permiten (sí, soy una cegata y sin gafas no veo tres en un burro) y para allí que me fui dispuesta a ver en persona a ese chico que empezaba ya a hacerme tilín.

El bar, para variar, estaba a reventar de gente. Solo a mí se me había ocurrido irme un sábado en plena hora del vermut. Tal y como había planeado localicé un hueco en la barra y tomé asiento buscando como podía entre aquel montón de camareros. En seguida localicé a Carlos, que sudaba lo más grande mientras tiraba cervezas sin parar. Ni cuenta se había dado de que yo estaba allí, así que le pedí una caña a uno de sus compañeros y esperé a que la cosa estuviera más tranquila.

Dos cervezas después pude ver cómo Carlos se acercaba a mí achinando los ojos (las sonrisas de ahora por culpa de las mascarillas) y con mucho desparpajo me hizo saber que me había visto desde que había entrado. Se apoyó a mi lado y decidió que nos bebiésemos otra cerveza juntos, un poco más tranquilos. Se le veía agotado y no lo culpaba, habían pasado algo así como miles de personas por aquel bar en apenas una hora. Carlos me comentó que terminaba el turno a la hora de comer y me propuso que lo esperase y que podíamos irnos juntos. Me gustó la idea, la cosa parecía que estaba cuajando realmente y la verdad era que me apetecía pasar más tiempo con él.

Nos fuimos juntos dando un paseo y comimos en una tapería estupenda. El asunto parecía marchar porque a Carlos se le vía a gusto y para mí el plan estaba siendo perfecto aunque mi idea inicial era la de beberme un par de cervezas e irme de nuevo a casa. Hablamos de todo un poco, hasta que Carlos me preguntó si alguna vez me había planteado usar lentillas. Le dije que no, que llevo desde los 5 años usando gafas y a día de hoy no concibo mi aspecto sin mis dos lupitas. Tampoco comentó mucho más, solo añadió un ‘ajá’ y siguió bebiendo.

Para cuando terminamos de comer los dos sabíamos que nos apetecía un postre diferente, así que sin decir demasiado le invité a acompañarme a casa. Hacía calor y el plan de pasar un rato juntos y poder echarnos una siesta después me parecía la guinda perfecta para aquel sábado. Nos fuimos dando un paseo y para cuando estábamos en la entrada de casa los dos nos mirábamos ya con otros ojos. Nos abalanzamos el uno sobre el otro y allí la pasión se desató una barbaridad.

Directos a la habitación nos empezamos a desnudar y yo ya tenía las gafas súper empañadas. Rápidamente me las quité y seguí besando a Carlos hasta que él, que se encontraba entonces sobre mí, paró para mirarme fijamente. Lo vi bastante desorientado pero intenté volver a retomar el ritmo, él volvía a besarme pero acto seguido frenaba un poco desconcertado. Tras unos segundos así le pregunté si todo iba bien, y entonces me soltó esa bombita en forma de tontería máxima.

‘Joer perdona, es que me imaginé que sin gafas me pondrías más…’

Me eché a reír esperando que aquello fuese una puta broma pero no, Carlos prosiguió con su explicación diciéndome que lo único que le echaba bastante atrás de mí eran mis gafas con cristales gruesos, que no comprendía cómo en pleno siglo XXI todavía había gente que prefería esconderse detrás de las gafas y que siempre le han parecido un complemento que afea muchísimo. Bueno, imaginaos mi cara en aquel preciso instante.

‘Yo me esperaba que al quitártelas la cosa mejorara, porque con gafas nadie se ve bien.’

Es decir, que Carlos se quería marcar un Betty La Fea conmigo, en plan película americana de ‘se quita las gafas y la ortodoncia y ya es una diva‘. Pero se dio de bruces contra la realidad, esa en la que mi puta cara es la misma con o sin gafas. Me han dicho tonterías en este vida, pero esta me pareció de las excusas más absurdas jamás escuchadas.

Obviamente le pedí a Carlos que abandonase el hogar de una gafotas y le aconsejé que se dejase de tanta ficción americana y viviese un poquito más en el mundo real. Yo por mi parte me di una ducha y me dormí mi merecida siesta en solitario porque muchas veces es mejor sola que acompañada de un gilipollas.

Fotografía de portada

 

Anónimo

 

Envía tus movidas a [email protected]