Envíanos tu historia y participa en el concurso del verano (premio aquí)

 

Era alto y rubio como la cerveza y durante una semana me estuvo enamorando en Tinder y luego WhatsApp, tanto que hasta mi madre creyó que me había colocado por fin. 

Se llamaba Fran, o eso me dijo, y era abogado en La Laguna, Tenerife, o eso me dijo, y nadaba a diario en una piscina en Bajamar, o eso me dijo. No tenía foto de su cara en el perfil de Tinder, solo una de sus largas piernas al borde de una piscina y otra de su sombra, también junto a una piscina, y aunque de entrada me cayó simpático (era ocurrente y rápido en responder y hasta me hizo reír en la segunda o tercera frase), como se llamaba igual que mi ex y parecíamos tener tanto en común, le dije que le daba cinco minutos para convencerme de que no era él, o le bloqueaba ipso facto. Y lo hizo.

Durante cuatro o cinco días chateamos desde por la mañana hasta la noche, intercambiando reflexiones (era un tío muy leído), opiniones (estaba muy bien informado), chistes bellacos (que a mi me encantan y me hacen reír como loca), y audios muertos de la risa, como cuando yo le estaba enumerando mis habilidades culinarias y dije muy seria que mi especialidad es la comida Hindú aunque “también se hacer cosas tailandesas”… y es que se lo puse a huevo. Me respondió ahogándose a carcajadas preguntándome si yo estaba en mis cabales diciéndole algo así a un señor desconocido. Cuando le insistí en que quería ver su cara porque parecía perfecto y que “a ver si iba a ser feo o algo”, me contestó que yo era una superficial pero me mandó una foto suya muy cachonda y poniendo morritos en la que vi que tenía más pinta de sueco que otra cosa, y cuando le supliqué que por favor me dijera que no tenía hijos con su ex, ni hermanas, y que su madre vivía a más de 15 km, y me confirmó todo y me envió el icono del anillo de compromiso, respondí con un ”sí, quiero!” entre lágrimas. Iconos de lágrimas, se entiende! 

El jueves de esa semana me dijo que nos habíamos ganado un café juntos, quedamos para el viernes a las 8 de la tarde, y les dije a mis incondicionales que creía que había conocido a mi futuro ex marido. 

Le di vuelta al armario cuatro veces, no quería vestirme de caza fantasmas ni de loba hambrienta, aparte de que en La Laguna hacía un frío que pelaba. Quedamos en una esquina conocida, le dije que me retrasaba porque me resultaba complicado caminar con tacones de aguja y mini falda de cuero en aquel suelo empedrado, y cuando llegué me encontré a Thor en persona oteando el horizonte porque no se esperaba una tía en vaqueros. Buscaba a la morena de la mini falda entre la gente.

Fuimos riéndonos todo el trayecto hasta un lugar súper mono, charlamos de todo durante dos horas, yo me tomé dos cervezas y él dos Martinis, y cuando casi eran las 10 me dijo que había quedado para cenar con unos amigos pero que podríamos almorzar juntos al día siguiente dado que nos había ido tan bien.

Acepté, no tenía plan para ese sábado, y a la hora de irnos y pagar, ambos hicimos el gesto de hacerlo y, como buen abogado feminista y post moderno, me dijo “hacemos una cosa, paga tú las copas y mañana te invito yo al almuerzo”. Y lo hice. 

¡No le volví a ver jamás!

Nos despedimos en plena calle, me olió y reconoció la versión femenina del mismo perfume que usaba él, me dio a escoger entre dos restaurantes para ir al día siguiente, me dio un piquito en los morros antes de irse diciendo “hasta mañana, preciosa”, y esa noche me escribió cuando volvió de la cena con sus amigos. Había toque de queda y a las once en punto un “llegué por los pelos” me medio despertó del letargo en el que estaba viendo la tele. Estuvimos chateando hasta las tantas hablando de “Stranger Things”, música de los 80 y mil cosas más, se le notaba algo piripi, me dijo que le había gustado besarme, a lo que le respondí que si aquello había sido besarme que mejor me pensaba lo del almuerzo. También me insinuó que bajo ningún concepto aceptara subir a su casa al día siguiente, y ya de madrugada, nos dijimos adiós. 

Y las 11 de la mañana me envió un WhatsApp diciéndome que no podía salir de casa, que algo le había sentado mal la noche antes, que estaba con el estómago vuelto del revés, que se quería morir y que por favor no le odiara.

Y aunque soy más buena que tonta, entendí el eufemismo: se estaba cagando vivo y literalmente.

Nunca más me volvió a escribir y mis incondicionales, que a veces son unos canallas, se mofaron de mi durante días diciéndome que había picado en el truco más viejo del mundo de pagar copas a un chulazo, y mi madre, indignadísima y desengañada, quería mandar a imprimir su foto cien veces y en tamaño póster para empapelar la ciudad con ellas y un rótulo que dijera “este fulano es un embaucador”, pero lógicamente no le hice caso. Aunque fantaseé durante días con la idea de alquilar un vehículo con altavoces, de esos que anuncian la tiendas de barrio en los pueblos, y pagarle para que recorriera La Laguna repitiendo “busco a Fran, abogado, 50 años, alto y rubio como la cerveza, va a nadar a Bajamar, parece perfecto pero ¡te lía para no pagar y le faltan huevos!

PD: Por cierto, gracias por hacer mi fantasía realidad y permitirme publicar esto, meses después, para exorcizar mi vergüencita de aquellos días. Y Fran, chato, por si me estás leyendo, que si me gano el concurso, te regalo la colchoneta de pizza para que navegues con confianza.

Rebeca Miranda

 

Participante del Concurso del verano