Han pasado unos meses desde que me sucedió lo que hoy os voy a contar y todavía siento náuseas al recordarlo. Esta historia es una historia de coqueteo, de pasión, de sensualidad y… del momento más raruno de toda mi vida.

Soy usuaria de Tinder. A pesar de todo lo que he visto, oído y vivido por culpa de esta maldita plataforma, sigo en mis trece día tras día intentando hacer el match más sonado del planeta tierra. Por suerte en medio de su entramado de perfiles de gente extraña he localizado a bastantes tíos que han merecido la pena. Nunca hay que darse por vencidos, el caso es ponerle ganas.

La cuestión fue que aquella noche del mes de agosto estaba sumamente aburrida. Llevaba unos días veraneando en un pueblito pesquero de mi provincia y mi cuerpo me estaba ya pidiendo un poco de mambo. Y cuando el body lo pide, hay que dárselo sin más.

Hice match con Ulises (digamos Ulises como podríamos haber dicho Sergio o Rigoberto) rápidamente. Tenía un perfil muy molón repleto de fotos de él en un barco pesquero, de él enfundado en un traje a lo Capitán Pescanova, de él en la playita al anochecer… Vamos, que Ulises era un oriundo de la zona que podría enseñarme aquel pueblo y todo lo que él quisiera.

Charlamos unas horitas y pronto me di cuenta de que además de estar muy potente aquel chaval también tenía mucha gracia. Durante nuestra conversación en el chat mi nuevo amigo me soltó un par de bromillas de lo más graciosas. Y qué queréis que os diga, hay a mujeres que se les gana por el estómago, a otras con el romanticismo y a mí pues me ponen los chicos simpáticos.

Decidimos quedar la noche siguiente. Ulises me comentó que trabajaba en un pequeño mesón pegadito a la playa y me propuso dar un paseo al atardecer y cenar pescadito frito. Pues oye, planazo de una noche de verano. Y si aquello remataba con un buen polvo, pues mejor que mejor.

Aquella tarde llegué a nuestro punto de encuentro y me encontré a un tiarrón maravilloso sentado en un banco del paseo marítimo. Ulises era alto, fuerte y tenía cara de no haber roto un plato en su vida. ‘¡Ven aquí bonito mío, que te voy a enseñar yo cómo ser malo!‘ Pensé mientras me acercaba para saludarle sonriente.

Durante más de una hora que duró nuestro paseo mi compañero no dejó de contarme historias sobre su adolescencia en aquel pequeño pueblo de la costa. Lo cierto fue que en ocasiones notaba que era demasiado infantil pero quise darle una oportunidad porque me caía muy bien y realmente estaba disfrutando de la cita.

Después fuimos a cenar. El lugar elegido fue el pequeño bar donde Ulises estaba currando aquel verano. Allí todos lo conocían, y me pareció muy divertido el ambiente. Los camareros nos trataron genial, la comida estaba increíble y no dejamos de beber vino de la zona sin parar. Vamos, que salimos de aquella tasca cantando por bulerías.

Todavía estábamos en la puerta del mesón cuando mi nuevo amigo, sin pensárselo dos veces, me entró al morro directo y sin preaviso. Tampoco venía muy a cuento que lo hiciera, lo cierto era que en toda la noche no me había lanzado la caña ni una sola vez. Pero no me disgustó la idea, así que me agarré a su cuello y le seguí el besuqueo con pasión.

Tengo un pisito alquilado aquí al lado, ¿te vienes?‘ me dijo mirándome con esos ojos de niño bueno.

Por favor, gracias por decirlo‘ respondí yo con mirada salvaje.

Efectivamente, el pequeño piso de Ulises estaba justo encima del mesón. Este chico llegaba al trabajo dando un salto literalmente. Imaginé que los propios dueños del restaurante le habían proporcionado el alojamiento ya que una de las puertas de la casa daba directamente a la cocina del bar.

No me importó ni un poquito que aquel pequeño apartamento estuviese hecho un caos. Ropa colgada de cualquier esquina, vasos con bebida encima de la mesa, zapatos desparejados por el suelo… No, Ulises no había recogido aquel lugar jamás de los jamases. Que como Marie Kondo entrase allí le daba un ictus por lo menos, ya os lo digo.

Pero nosotros seguimos a lo nuestro. Venga morreo y sobeteo. El chaval se defendía a las mil maravillas y yo estaba empezando a calentarme un montón. Entonces escuché su propuesta.

¿Quieres que te haga un masaje sensual?

Vale, seré sincera, su pregunta me hizo tanta gracia que rompí a reír al instante. ¿Un masaje sensual? ¿Perdona? Qué ternurita tenía Ulises, por favor.

Le respondí que sí, claro. Y me tumbé boca abajo desabrochándome el sujetador. Desconcertada observé cómo él abandonaba el piso y salía por la puerta que daba a la cocina del restaurante. Imaginé que iría a buscar nata o algún alimento para juguetear, este chico era una caja de sorpresas máxima.

Me relajé y escondí la cabeza entre mis brazos. A los pocos segundos sentí como Ulises comenzaba a acariciarme con unas manos increíblemente suaves. Muy suaves, en exceso. Espera, espera… es aceite.

¿Qué me estás poniendo en la espalda?‘ pregunté extrañada.

Tranquila, disfrútalo, es solo un poco de aceite para hacerlo más sensual‘ y dejó correr la palabra sensual como si fuera un operador de una línea caliente.

A mí aquello empezaba a parecerme muy raro. Entonces lo olí. En cuestión de milésimas la pequeña habitación empezó a apestar a pescado frito. Levanté la cabeza y vi como Ulises agarraba una jarra transparente llena de aceite en el que flotaban restos de fritura. Mi espalda y mis piernas chorreaban aquel mejunje. Quise vomitar.

¿Pero tío, se te ha ido la olla? ¡Me estás embadurnando de aceite de la freidora!

Bueno mujer, después nos pegamos una duchita juntos…‘ me respondió intentando alcanzar mis labios para besarme.

¡Ni duchita, ni duchito! ¡Pero qué cerdada era esa! Sus manos goteaban en el suelo de la habitación y yo de veras que no sabía dónde meterme. Agarré un trozo de tela que estaba sobre el sofá (que bien podía ser una toalla como una sábana o yo qué sé) e intenté liberarme de todo el aceite que Ulises me había puesto en el cuerpo.

Era imposible, jamás había apestado tantísimo. Él me miraba ahora riéndose y yo cada vez me enfadaba más. ‘No te rías‘ le dije mientras me vestía procurando que ese olor desapareciese bajo mi ropa.

Me despedí de él pidiéndole que jamás volviera a hacer eso. Tuve la impresión de estar hablando con un niño de diez años, la verdad. ¡Pero es que a qué adulto con dos dedos de frente se le ocurre semejante marranada!

De camino a casa fui consciente de la peste que desprendía. Toda yo olía a pescado frito. Os puedo prometer que me duche unas diez veces después de aquella cita y ni la textura del aceite ni el olor desaparecían.

Hicieron falta mucho jabón y una buena dosis de esponja para que mi olor corporal volviera a ser el que era. Desde entonces, en mi grupo de amigas me llaman ‘Ana, la de la freiduría‘. Y yo no quiero ni oír hablar de pescado frito nunca más. Madre mía la que me lio el bueno de Ulises…

 

Anónimo

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