Tonta. Con cero autoestima. Ridícula. Con carencias emocionales. Sin pizca de amor propio. Lo hace por la fama. Lo hace por dinero. Estúpida…

Éstas son, entre otras muchas cosas, algunas de las afirmaciones que he oído en los últimos días sobre Tamara Falcó.

Que sí, que todas somos muy dignas y jamás perdonaríamos unos cuernos y desde luego, si nos ocurre lo mismo, ese tío en nuestra vida no vuelve a aparecer ni por un nanosegundo en el metaverso, que diría ella. Que a radicales a nosotras no nos gana nadie y que no nos vamos a cansar de decir lo tonta que es, las malas decisiones que toma y lo ridículo que nos parece todo.

Pero la realidad es que nos ha pasado a todas, o casi todas, y hemos claudicado como vaca en matadero.

No tengo muy claro si está enamorada hasta las patas de ese chico, si lo ve a sus 40 como la última oportunidad para realizar su sueño infantil de princesa, con boda, casa con jardín o golden retriever brillante correteando por el jardín y perseguido por sus hijos, o si simplemente lo ha decidido así, sin más, como quien toma una decisión trivial del día a día y porque le ha salido de papo.

Pero el hecho es que ha vuelto con su Íñigo, nos pongamos como nos pongamos. Igual que nosotras nos empeñamos en su día en conquistar a David, pese a que todas nuestras amigas nos dijeran que iba detrás de Laura y nos iba a engañar, o nos acabáramos casando con Marcos, pese a que sabíamos que era un vago, un narcisista o sin más, un gilipollas.

Ella es famosa. Su vida es famosa. Todo lo que hace y por donde se mueve está expuesto minuto a minuto y parece que eso nos otorga el derecho incuestionable de juzgar y opinar como si nuestra verdad fuera la más sabia del universo, pero, ¿cómo cambiaría el cuento si David o Marcos hubieran sido famosos? 

El hecho es que todos en algún momento hemos vivido, (y si no es tu caso, enhorabuena) una relación tóxica horrible, con entradas y salidas, con mil cortes y reconciliaciones, con todo lo imaginable.

Una con esa persona a la que un día le hemos dicho que la odiamos con cada célula de nuestro cuerpo, mientras que esa noche o al día siguiente le hemos mandado las canciones que nos evocan a él o audios dramáticos diciendo lo imposible que es vivir sin tenerlos al lado. Si hay algo indiscutible por lo que todos nos hemos humillado en algún momento de nuestra vida, ha sido por amor (un amor tóxico de mierda, sí, pero nuestro amor). Y poner a los pies de los caballos por algo que nos ha ocurrido a la gran mayoría de nosotros, pero con la diferencia de que, en privado, es cuanto menos hipócrita.

¿Le han puesto los cuernos? Sí. ¿Está mal? Pues también. ¿Le va a funcionar? Pues ahí sí que ya no lo sabemos, ni tú ni yo, porque quizás nos acaben cerrando la boca y dejando claro que un tropiezo no marca un camino y que desde luego la niña es pija, pero no tonta, y si lo ha decidido ella, por algo será ¿no?

Igual son intereses económicos, igual, la culpa es de mercurio retrógrado o igual, simplemente, la tiene más gorda que el burro de mi pueblo, pero sea cual sea el motivo, no creo que ningun@ seamos jueces dignos de sentenciar a esta pareja.

Inés Rodríguez.