Sobra contar lo que supuso el COVID a nivel social. El confinamiento, las semanas eternas aislados, los días interminables… Cada persona podría contar su experiencia totalmente diferente. La mayoría vivió un parón en su vida social y, sin más, dejó pasar las semanas, pero hubo gente que vivió auténticos culebrones durante ese tiempo de encierro.

Así fue para Carla. Ella vivía en un piso compartido en el centro con dos chicas con las que (menos mal) tenía muy buena relación. Los primeros quince días los pasaron viendo series en Netflix, haciendo alguna actividad de limpieza de esas que haces una vez por lustro, contándose confidencias y, por supuesto, saliendo a aplaudir a las 8 por la ventana. En el edificio de enfrente, más o menos a la altura del suyo, se asomaba siempre un chico bastante guapo que aplaudía tímidamente y después se quedaba un rato largo apoyado en la ventana observando a los vecinos interactuar, como si hiciese un análisis social, concentrado y totalmente implicado. Cuando Carla y sus amigas se metían para dentro él, por supuesto, se daba cuenta y las saludaba amable. Las compañeras de Carla se reían como adolescentes porque un chico guapo les hablaba.

A los pocos días del encierro lo vieron a través de su amplio ventanal haciendo ejercicio delante de la tele muy temprano y fue un entretenimiento para ellas durante un rato largo. Tenía un cuerpo bastante definido y daba gusto verlo hacer posturas extrañas y hacer levantamientos con objetos random de casa.

Al llegar la noticia de la primera prórroga del confinamiento, las amigas de Carla se agobiaron, eran jóvenes y no se atrevían a estar tanto tiempo lejos de sus familias. Entre discusiones, arrebatos de hacer las maletas y momentos fraternales de pertenencia, decidieron quedarse allí, pues Carla no tenía a done ir. Su familia se había mudado a otro país hacía años y las fronteras estaban cerradas. Si se iban, la dejarían sola y no podían permitir que una de ellas sufriese de esa manera. Una noche se acostó muy tarde tras una cena super elaborada que prepararon sus compañeras. Por la mañana le costó levantarse, pero cuando lo hizo se encontró su casa vacía y una nota: “No nos atrevimos a decirte a la cara que nos íbamos, nos daría tanta pena que volveríamos a decidir quedarnos, pero echamos de menos a nuestras familias y en el pueblo tenemos terreno donde respirar. Esperamos que lo entiendas. Nos vemos pronto.”

No se podía creer lo que estaba pasando, se habían ido a escondidas de ella (y de las autoridades que prohibían los movimientos interurbanos) y la habían dejado sola sin saber cuando acabaría aquella pesadilla. Ese día se asomó tímida entre lágrimas a aplaudir a las 8. Ella no aplaudió, pero necesitaba ver gente y saber que, aunque estaba sola, si le pasaba alguna cosa podría gritar por la ventana y que alguien la socorriese. El chico de enfrente frunció el ceño al verla. Cuando hicieron contacto visual, él levantó los hombros en señal de pregunta y ella simplemente levantó la mano en señal de saludo y entró de vuelta a su enorme y vacía casa.

Las siguientes 24 horas las pasó tumbada en el sofá, con una manta mal enroscada, llorando. No por la soledad, si no por la traición y la falta de empatía de las que, cada vez más, consideraba sus amigas y que acababa de eliminar de su lista de contactos.

Volvió a salir a aplaudir al día siguiente. Había decidido poner de su parte para no amargarse y pasar lo que quedase llorando. Se asomó, sonrió al ver a tanta gente en las ventanas. El chico de en frente, por señas, le preguntó si estaba sola, ella agachó la cabeza, él llamó su atención con un silbido y cuando miró le señaló el teléfono, ella lo cogió y, con las manos, le fue dando, dígito a digito su número de teléfono. Ella al principio desconfió. Ahora que estaba sola… Pero al rato la curiosidad le pudo y le escribió. Él preguntó por sus amigas y ella alucinó al saber que él estaba igual pero desde el principio. Sus compañeros de piso se habían ido con sus familias y él, al vivir mucho más lejos, decidió quedarse, total, solo serían quince días…

Al día siguiente hicieron su primera videollamada. Así fue su primera conversación “normal”. Como una cita, pero virtual. Veían la tele juntos, comentando en la distancia las escenas que más les gustaban. Hacían deporte a la vez, él le daba consejos sobre las posturas correctas y la motivaba a no rendirse.

A principios de mayo ya eran amigos. A fin de cuentas, eran la relación más cercana que tenían ambos. Quedaron para verse en el super. Ella fue nerviosa, pero ansiosa. Al salir de comprar las cuatro cosas que necesitaban, él la acompañó al portal, ella le invitó a subir. Él dudó un momento, pero tenía una bolsa y un ticket, si lo paraban luego podría decir que venía del super… No lo pararon, porque no se fue de allí.

Esa noche durmió en la cama de la ex amiga que estudiaba artes, la siguiente durmieron juntos pero, en contra de lo que pensáis, no tuvieron sexo. Solamente querían estar acompañados. Se sentían tan bien estando juntos que no necesitaban más. Se abrazaron y durmieron mejor de lo que habían dormido en años. Pero que no lo necesitasen no significaba que no quisiesen, así que el tercer día, al terminar una tabla de hipopresivos juntos, ella dijo que necesitaba una ducha y, al apartarse el pelo de la cara completamente sudado él la vio tan atractiva que, cuidadosamente pero sin mediar palabra, la besó con tanta pasión que no pudieron separarse en horas.

Así empezó una preciosa historia de amor. Cuando pudieron salir él recogió sus cosas de su piso y se mudó directamente al piso de Carla. El contrato estaba a su nombre porque ella no era estudiante y lo ocupaba todo el año, así que dejó amablemente las cosas de aquellas traidoras en bolsas de basura en la puerta cuando supo que venían y una nota pidiendo que dejasen la llave bajo el felpudo. Conocieron a los padres del otro por videollamada también y formalizaron tan rápido que parecía una locura. Pero fue tan intenso todo, hubo tanta conexión entre ellos, se ayudaron tanto y tan bien, que simplemente se dejaron llevar por las emociones y la piel.

Llevan ya tres años, camino de cuatro, juntos, enamorados, felices. Tardaron en poder viajar a Francia a ver a la familia de ella, pero cuando lo hicieron… Ese viaje fue la recompensa por tanto sufrimiento al principio. En el último viaje a ver a mamá, le llevó de regalo un babero, un chupete, unos patucos y la foto de algo parecido a un alienígena que era, en realidad, el bebé que lleva dentro. Ellos creen que nacerá a la ocho de la tarde, como se conocieron sus papás, entre aplausos, emoción y agradecimiento por la vida.

 

 

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