La vida en ocasiones hace regalos imprevistos. Una mirada a tiempo, un beso en el cuello, una canción cuando más la necesitas… Pasamos nuestra breve existencia maldiciendo los baches que nos toca sufrir, y lo cierto es que muchas veces hacerlo nos resta tiempo para admirar todo lo positivo.

No, no soy una chica ‘flower power‘ ni muchísimo menos. Yo también suelto sapos y culebras por la boca más de lo que debería, pero tras muchos años de aprendizaje he llegado a la conclusión de que esta vida hay que disfrutarla. Somos temporales y no estamos aquí para padecer.

Fue Diego el que me enseñó a vivir. Bueno, más que él, fueron sus ganas de seguir hacia adelante cuando todo se complicaba. ¿Y quién es Diego? Preguntaréis. Él fue el chico que, sin quererlo, tomó mi mano para sacarme del hoyo más oscuro en el que he estado jamás.

Mi madre era maestra en un pequeño colegio de la zona agraria de la provincia. Cada día conducía decenas de kilómetros para formar a un pequeño grupo de niños que rondaban mi edad. Ella era feliz, siempre contaba mil historias de sus alumnos. Vivían una realidad bien diferente a la mía, pocas veces había yo salido de la ciudad, al menos no más allá de ir de paso durante algún viaje.

Una tarde mamá regresó conmocionada. Yo tendría ocho años cuando pude escuchar cómo le contaba a mi padre que uno de sus niños había sufrido un trágico accidente. Su abuelo, un tractor y una operación de inmensa gravedad de la que podría no salir con vida. Aquel pequeño era Diego, y no tenía más de diez años cuando todo eso ocurrió.

 

Las manos mágicas de un gran grupo de cirujanos consiguieron que el pequeño Diego saliese adelante. Hicieron falta muchas intervenciones, pero con el paso de las semanas mi madre traía noticias esperanzadoras. Su espalda y sus piernas se habían llevado la peor parte de todo aquel siniestro, pero al menos todo hacía indicar que las secuelas serían las justas.

Al menos eso pensamos hasta que los problemas regresaron. Mi padre y yo escuchábamos las palabras de mi madre que, con un gesto de disgusto bestial, nos decía que Diego finalmente había perdido la movilidad total de sus piernas y parte de su tronco. Por delante tenía mucho tiempo de rehabilitación que le ayudaría a continuar con su vida y a luchar con su condición. Yo comprendía todo aquello como podía, no dejaba de imaginar a un niño como yo intentando caminar de cero.

Empecé a tener pesadillas. Soñaba que un camión enorme me perseguía hasta aplastarme. Gritaba en medio de la noche aterrada pensando en un niño al que no conocía y en el dolor que debía estar pasando. Mis padres entraban en mi cuarto y una y otra vez me explicaban que todo estaba bien, que las desgracias en ocasiones ocurren, pero que nada malo me iba a pasar a mí.

Al ver que yo no superaba mi shock ante todo aquello mi madre tuvo una idea. Se la jugó a cara o cruz, ya que su plan pudo haber sido la peor de las soluciones. Una mañana de sábado me pidió que me vistiera, que haríamos una visita a una persona muy especial.

Cuando entramos en la habitación de aquel hospital infantil en seguida vi la mirada de Diego. Los dos éramos unos niños, pero jamás podré borrar la expresión de alegría que hizo al vernos. Mi madre ya lo había visitado en más ocasiones y también le había llevado algún dibujo que yo le había hecho como regalo. Pero aquella era la primera vez que nos veíamos.

 

Estaba tumbado en la cama, conectado a multitud de máquinas y medicación intravenosa. Temblé del miedo, imaginé lo que tenía que estar sufriendo.

No te preocupes, es menos de lo que parece‘ bromeó aquel niño enfundado en un horrible pijama del hospital.

¿Seguro? ¿No te duele?‘ toqué una de sus piernas con mi dedo índice y mientras mi madre me reprobaba el gesto, el padre de Diego restaba importancia al asunto sonriendo.

Ahora soy como un X-Men, ¿los conoces?‘ y me acercó uno de los cómics que tenía sobre la cama.

Mientras mi madre charlaba y tomaba un café con los padres de mi nuevo amigo, los dos empezamos a hablar de mil tonterías. Él me contaba cómo había sido todo desde el accidente, y yo escuchaba emocionada y algo asustada.

Fue una mañana intensa que me ayudó a ver la realidad de otra manera. Diego era un niño fuerte que saldría adelante, de eso no cabía duda, y además ahora era mi amigo. No podía pedir más.

El tiempo pasaba y en mi rutina las visitas al hospital comenzaron a ser habituales. Esperaba nerviosa a que llegase el sábado esperando que mi madre cogiera el coche y me acercara nuevamente al hospital. Semana tras semana fui llevando pequeños regalos a mi amigo: un juego de cartas, un nuevo cómic, una bolsa de chuches… Los padres de Diego me agradecían muchísimo mi implicación con su hijo, y yo era feliz viendo que poco a poco las máquinas y la medicación iban desapareciendo.

Pocos meses después llegó el alta médica. Diego regresaba a su casa en el campo. Me preocupé por cómo podríamos seguir siendo amigos sin nuestras quedadas semanales, pero mi madre rápidamente encontró solución prometiéndome que cada poco tiempo me llevaría a aquel pequeño pueblo para que pudiera ver a mi amigo.

Mi amistad con Diego creció con el paso del tiempo. Vicomo un chiquillo de apenas diez años crecía entre sesiones de rehabilitación brutales y una silla de ruedas que rápidamente aprendió a controlar. Su vida no era la misma desde aquel accidente, pero él había sabido sacar lo mejor y la sonrisa jamás se borraba de su cara.

 

Ya en el instituto mi madre dejó de ser su maestra. Diego y yo continuábamos en contacto, aunque con una pequeña brecha que la tontería de la edad había generado. Algunos de mis amigos no comprendían mi amistad con aquel chico del pueblo, y los más crueles se mofaban de su situación llamándolo cosas espantosas.

En un par de ocasiones lo invité a acompañarnos alguna tarde. Nuestros planes no iban más allá de jugar unos billares y bebernos unas cervezas clandestinas, pero tras un primer intento Diego no pareció sentirse integrado y rechazó quedar más veces con nosotros.

Él continuó con su vida y yo me aislé de la realidad llevando la mía por el peor de los caminos. Drogas que comenzaron siendo blandas pero derivaron en auténticos problemas, sexo adolescente sin filtros, alcohol a niveles horribles… A mis diecisiete años estaba completamente desbocada. Mis padres me pedían una y otra vez que me centrase, que ellos me ayudarían. Pero yo veía todo lo que mil adultos me dijeran como una amenaza a mi libertad.

Olvidé a Diego, olvidé su coraje y nuestra amistad. Olvidé a mi padres y a toda mi familia. Lo importante éramos mis planes y yo. Me convertí en el ser más egoísta y rastrero del mundo. Era una alimañana, con todas las letras.

Fui capaz de mandar a Diego a la mierda por teléfono. En una de sus llamadas pidiéndome quedar para charlar y vernos le pedí que borrase mi número y me dejase en paz. Que ya no éramos dos enanos y que se buscase un grupo de amigos. Fui tan cruel que a día de hoy no comprendo cómo aquel chico no me hizo caso y me eliminó de su vida. Era mala, las drogas me habían hecho mala.

 

En el culmen de mi descontrol mis padres tomaron la iniciativa por la fuerza. Era una mañana de miércoles y como de costumbre había regresado a casa de madrugada. Aquel día mi padre me agarró y sin escucharme me metió en el coche llevándome en silencio a un centro médico.

Grité, forcejeé, maldije… Llevaba demasiados meses a lo mío como para permitir que aquello estuviese pasando. Todavía era menor de edad, así que mis padres firmaron toda documentación para mi ingreso en ese lugar y se despidieron de mí entre lágrimas.

Semana a semana empecé a comprender la vida. A mi alrededor había decenas de personas con problemas mucho más graves que el mío. A su lado, yo solo era una niñata desubicada con ganas de llamar la atención. Pasé días con un mono que me hizo tener fiebres altísimas y llegué a delirar. Y en mis delirios solo veía a Diego.

Cuando mi situación comenzó a ser más estable los médicos me comentaron que podría empezar a recibir visitas. Por supuesto, fueron mis padres los primeros en aparecer en aquel frío comedor. Llorando desconsolada les agradecí todo lo fuertes que habían sido. Nunca nos habíamos abrazado con tantas ganas. Les prometí salir adelante y rehacer mi vida.

También pedí a mi madre que se pusiera en contacto con Diego, necesitaba hablar con él pero yo no tenía el modo de hacerlo. Ella me sonrió con cariño y me aseguró que esa misma tarde lo llamaría. Y sentí miedo, me aterraba que aquel amigo alque había rechazado no quisiese saber de mí. No le guardaba rencor, hubiera sido lo más lógico. Mi mente emitió un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo, necesitaba a Diego.

 

 

Una semana después de aquella visita me informaron de que debía bajar de nuevo al comedor, que alguien me esperaba allí. Salí corriendo escaleras abajo esperando que mis padres trajeran noticias sobre mi fiel amigo. Pero para mi sorpresa fue él mismo el que aguardaba serio entre aquellas mesas horribles.

Nos dimos un abrazo enorme y no dejé de repetirle una y otra vez lo arrepentida que estaba de todo lo que había pasado. Diego sonreía y me miraba como antaño, y cuánto había yo extrañado aquellos dulces ojos…

No pidas perdón, ahora lo importante es salir de toda esta mierda, ¿de acuerdo?‘ agarraba con intensidad una de mis piernas.

Aquella mañana sellamos un pacto mutuo. Juntos terminaríamos con todo ese universo de drogas y vicios asquerosos que me habían robado la adolescencia. Volveríamos a nuestros cómics, a nuestras tonterías y a nuestras tardes de películas frikis. Nada ni nadie nos iba a parar. Juntos saldríamos adelante.

Y así lo hicimos, por supuesto. Desde aquel día Diego ha estado a mi lado en lo bueno, en lo malo y en lo peor. Salir de las drogas no es un camino fácil que termine tras una centro de desintoxicación. Es rehacer una vida de cero, y con él pude aprender a hacerlo de la manera más sencilla.

El próximo mes de mayo recorreré con mi padre uno de los pasillos más dulces del mundo, al otro lado me esperará mi gran amigo y nos daremos el ‘sí, quiero‘ más tierno de la historia. Después de casi veinte años de amistad ya era hora de dejar de engañarnos. Diego y yo somos las piezas que faltaban en el puzzle de mi vida, ahora sí, todo tiene sentido.

Fotografía de portada

 

Anónimo