Publicamos un testimonio que nos llega a [email protected]
Nos conocimos teniendo 17 años y las hormonas en ebullición… al menos, yo. Llamémosla María. María me gustó porque teníamos muchas cosas en común: nos gustaba leer, escribir, éramos aficionados a la cultura japonesa… empezábamos a descubrir la vida y nos propusimos, sin pensarlo, descubrirla juntos. Nunca habíamos tenido ninguna relación anteriormente y nos llevábamos muy bien, ¿qué podía salir mal?
Sin embargo, a nivel íntimo, la cosa no iba bien, pero lo achacaba a la inexperiencia. Al principio, María se dejaba llevar con mucho esfuerzo, a pesar de que, en realidad, llegaba a excitarse. Nuestra primera vez fue juntos, y tuvimos relaciones con frecuencia más bien baja durante unos dos años. No obstante, nunca llegaron a ser satisfactorias ni para ella, ni para mí. Trataba de hablar con ella, pero todo la asustaba: tenía un absoluto desconocimiento sobre su cuerpo y no sabía nada de sus propios procesos. No se había autoexplorado nunca, pero además no entendía lo que le pasaba; se avergonzaba de lubricar porque creía que se había meado, la penetración la ponía muy nerviosa, no se relajaba jamás.
Cada vez que intentaba hablar con ella o proponerle cosas, no quería oír nada, era un tema totalmente tabú. Ni siquiera podía llamar a las cosas por su nombre y las nombraba como «eso», todo era motivo de vergüenza.
Con el paso del tiempo, María empezó rápidamente a perder el gusto por la intimidad —el escaso que sentía— y llegó un momento en el que evitaba tener relaciones sexuales con penetración, hasta llegar a escasas veces durante el tercer y cuarto año.
Por aquel entonces tendríamos entre 19 y 21 años y estudiábamos en la universidad. Y por aquel entonces… yo empecé a excitarme con cualquiera que me dijese dos palabras bonitas. Tonteaba con algunas compañeras de clase y luego me masturbaba en casa, una y otra vez, año tras año. Nunca le fui infiel por honor, pero he de reconocer que la idea recorrió mi imaginación muchas veces. María, por su parte, siempre estaba bien conmigo y siempre parecía igual de enamorada que el primer día.
Las escasas relaciones sexuales se diluyeron aún más hasta desaparecer por completo. Ya lo único que hacíamos, y escasamente, era sexo oral. Cada vez que yo intentaba acercarme, ella decía que «ya estaba otra vez». Si me quejaba, me comentaba que yo tampoco quería ir con ella a veces a pasear y no se lo tomaba a mal. Comparaba tener sexo con dar un paseo, su necesidad era nula y su empatía para conmigo, también.
Durante los tres últimos años, ya ni siquiera me practicaba sexo oral, achacando a que se hacía daño en la garganta —como si tuviera una berenjena entre las piernas—; yo seguí haciéndoselo a ella, pero tampoco quería. Me fui apagando y apagando hasta no reconocerme. Tenía poco más de 25 años. Me tocaba a todas horas y ni siquiera era por placer, sino por frustración. Lo hacía rápido, con demasiada fuerza y mal, no me interesaba recrearme, sólo quería aliviar el dolor que arrastraba.
A los 27 años y con diez años de relación a nuestras espaldas, le dije que tenía que pensar si quería seguir con ella. No era la primera vez que tanteaba la posibilidad, pero nunca la llevé a cabo. Aquella noche la pasé hablando con un amigo, y llorando, hasta la madrugada. Al día siguiente, supe que no quería ni podía seguir con ella, que aquello me estaba minando y no había solución ni remedio posible. Esa misma noche, puse fin a una relación de una década con la persona con la que creía que pasaría el resto de mi vida.
María no lo entendió, lloró y opuso resistencia. Hizo falsas promesas sobre cambios que ella misma sabía que no llegarían. Cerré la puerta y la saqué de mi vida de un tirón. Hablé con mis padres y les conté el porqué de nuestra ruptura, ya que no lo entendían. Los pobres llevaban diez años dejándonos el piso vacío los viernes para que pudiéramos estar solos, así que vi la necesidad de sincerarme con ellos. Sufrieron casi tanto como yo al enterarse de lo que les había estado ocultando durante tanto tiempo.
Cortamos toda comunicación desde aquel día y nunca jamás nos hemos escrito ni llamado. Han pasado tres años. He sabido que su vida sigue igual y que no ha estado con nadie más. Yo, en cambio, después de dedicarme un tiempo a mí mismo, empecé a usar Tinder y conocí a Laura, una mujer de la que esperaba que usara y me diera la vuelta como a un calcetín. Era diez años mayor que yo y ése siempre había sido mi fetiche, por fin había llegado el día.
Sin embargo, diez años de trauma no se superan en cinco minutos y lo que prometía ser una aventura muy loca y muy satisfactoria se convirtió en un infierno. Cada vez que veía a Laura era un mazazo para mí —y me consta que para ambos—. Apenas tenía erecciones, no sentía nada, tenía problemas graves de sensibilidad. Si me hacía sexo oral, casi no lo notaba y se me bajaba lo poco que había conseguido. La penetración se volvió imposible, pasaron meses hasta que lo conseguimos y después pasaron otros tantos meses hasta que conseguí controlar mis sensaciones, y sobre todo mis emociones. Los estímulos para mí eran inexistentes. No podía imaginarme que aquellos diez años me habían hecho tanto mal.
Tuve que acudir a una psicóloga, me sentía un miserable y la ansiedad me estaba comiendo. Diez años tirados a la basura que además me habían jodido para el resto de mi vida. Porque realmente llegué a pensar eso: que mi vida sexual estaba acabada y que tenía disfunción eréctil. No obstante, Laura, a pesar de no conocerme de nada y a pesar de tener posibilidades con otros muchos, se quedó y me tranquilizó diciéndome que no me pasaba nada, que todo estaba en mi cabeza y en malos hábitos para con mi cuerpo. Y me ayudó un día y otro y otro y otro y a día de hoy sigue siendo mi refugio. Se empeñó tanto en que no me pasaba nada, físicamente hablando, que al final me lo acabé creyendo. Pasó mucho tiempo hasta que pudimos tener relaciones completas medianamente normales, y pasó otro tanto tiempo hasta que aprendí a controlar las sensaciones en mi cuerpo. Y sobre todo en mi mente. No tenía por qué quedarse y, sin embargo, se quedó. A veces, carga con mis arranques de miedos sobre el pasado, a pesar de no tener la culpa. Me ha dicho más de una vez que debería perdonar a mi ex para poder seguir adelante, pero todavía no lo he conseguido.
Nadie está obligado a tener relaciones sexuales con su pareja si no quiere, es obvio. Pero, cuando no existe esa complicidad y ese deseo, hay muchas cosas que mueren. Y más a esas edades tan delicadas en las que estamos teniendo los primeros acercamientos al sexo.
Dejo aquí mi testimonio por si hay alguien que haya pasado por mi situación o que se encuentre en ella ahora mismo. Hazte un favor, quiérete más que a la otra persona y vete. Después, tómate tu tiempo para recuperarte.
Quise muchísimo a María, pero jamás me perdonaré el haberme quedado a su lado tanto tiempo. Quizá, algún día, consiga perdonarla a ella.
GERALT