Dolor.
Dolor que se esconde y aparece sin avisar. Dolor que llega por sorpresa, de la mano de un olor o de una canción. Dolor porque toda la ciudad me hace recordar. Dolor porque la mitad de mi vida fue tuya. Dolor que a veces se hace pequeño y deja paso a la felicidad, pero que siempre, SIEMPRE, está ahí. Esperando a que lo despierte.
Dolor cuando miro a nuestros hijos, que a veces son yo, pero a veces son tú. Dolor cuando recuerdo tantos años como dormida. Dolor porque ahora soy más yo, pero me faltas tú.

Dolor que empujo con todas mis fuerza, a todas horas. Después de tantos años no tiene sentido llorar, aunque quizá no lloré lo suficiente, no grité lo suficiente. Me siento vacía o llena, según la hora del día. Me siento fuerte, pero también vulnerable porque tengo en quien cobijarme. Me siento querida, respetada, admirada y satisfecha.
Y ahora, eres más padre que nunca, más compañero de lo que fuiste conmigo. Eres como siempre quise, soy como debí ser.
Sé que nunca saldrás de ese rincón de mi cabeza. Tu presencia y ese dolor, el peor que he sentido en toda mi vida, solo comparable al que sentí cuando se paró aquel segundo corazón en mi vientre, estarán siempre ahí. Tendré que aprender a convivir con él.