Fui una mujer maltratada. No una víctima, prefiero llamarme superviviente, sobreviví a él, al mal más puro, o simplemente nada, sin etiquetas. Me maltrataron, pero seguí adelante. Ahora he aprendido de todo aquello, pero en el momento en que lo estaba sufriendo… la verdad, si os soy sincera, miro atrás y no me reconozco. Aquella versión de mí era una yo que no encuentro, que no hallo en ninguna parte de mi persona, sé que era yo porque está en mi memoria, pero a veces pienso que no tiene nada que ver conmigo. Y eso fue por él. La culpa fue tuya, y maldigo tu nombre y a ti, JL.

Fuiste tú. Fuiste tú quien me hizo creer que te necesitaba, que yo no era nada sin ti. En definitiva, que yo no era nada. Empezaste como un salvador a lomos de un caballo blanco: ante una situación muy dura que estaba viviendo, tú parecías ser el único que me entendías, el único que me extendía su mano, quien quería ayudarme, darme la mano y un abrazo de consuelo. Por eso confié en ti: porque creía que solo te tenía a ti y no tenía a nadie. ¡Me sentía tan sola y triste! Pero tú, al principio, estabas a mi lado en todo momento, a cualquier hora, diciéndome una y otra vez lo maravillosa que era, la luz que desprendía y, sobre todo, que tú eras el único en verlo. Mi familia y mis amistades eran todos unos desgraciados que no sabían ver lo fantástica que yo era, suerte que habías aparecido tú.

 

El tiempo pasó. Y empezaste a hacer cosas extrañas: meterte con mis faldas cuando yo creía que te encantaban, decirme que no saliera sola, enfadarte si lo hacía. Mi teléfono móvil pasó de estar en mi poder a siempre tenerlo tú con una facilidad que hoy me asombra. Una vocecita, suave al principio y violenta después, empezó a sonar en mi cabeza: «Eres muy rara, nadie te aguantará. Eres muy difícil de tratar e insoportable. Nadie te va a querer excepto yo. Recuérdalo: nadie más te querrá». Era tu voz. Tu voz, tu voz día tras día, hijo de puta, hasta que tu palabra se hizo verdad y ley.

Al principio no te creía, claro. Pensaba que decías tonterías. Pero poco a poco, y cuando me encontré atrapada, sin móvil, contraseñas privadas, sin poder salir de tu casa y profundamente insultada y herida física y psicológicamente, desperté. Debía huir. Tú me mantenías muerta, pero yo quería vivir. Tomé el tren de huir de ti y jamás me arrepentí de mi decisión. Volví a nacer cuando te dije adiós, y tú ya estás muerto. Para siempre.