Mi pareja cumplía ese estereotipo habitual de hijo varón que pasa mil millones de su madre. No es que se llevaran mal, de hecho, tenían buena relación. Es solo que la relación que tenían entre ellos no se parecía en nada a la que yo tengo con la mía. Ni a la que me consta que tienen mis amigas con las suyas, salvando las que se llevan mal con sus madres por el motivo que sea. Ellos confirman —y no digo que esto aplique en el 100 % de los casos— que los hombres y las mujeres tienen apegos muy diferentes con sus madres. Es como que necesitan menos para estar unidos, tienen menos dependencia uno de la otra y la otra del uno. Insisto, aunque en mi opinión es algo habitual, aquí hablo solo de lo que ocurría entre ellos dos. Y de cómo eso afectó a la que sería mi relación con ella. Mi suegra y yo teníamos una relación cordial, pero no cercana. Nos veíamos cuando tocaba, pero nada más. Hablábamos de cualquier cosa, pero de nada en profundidad. No había rencillas ni movidas raras, aunque confieso que había cosas de ella que no me acababan de gustar.

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Me parecía una mujer fría, distante y quizá incluso un poco altanera, la verdad. Nada que me afectara demasiado, pues, como decía, no pasaba mucho tiempo con ella. Hasta que la mujer enfermó. Y pasó de ser esa señora activa, autónoma e independiente con la que comíamos de cuando en cuando, a la madre enferma y dependiente de mi marido.

Necesitaba cuidados y estar tranquila, por lo que no lo dudamos ni por un segundo y se vino a vivir con nosotros. En aquel momento yo trabajaba solo unas horas y poco después me quedé en paro, sin embargo, mi marido tenía mucho trabajo y pasaba poco tiempo en casa. De modo que, por todo lo anterior, tuve que cuidar a mi suegra durante un año. Y seguro que no fue como piensas, al menos no fue nada parecido a lo que pensaba yo.

Yo creía que sería incómodo, como poco. En el sentido de que yo no tenía con ella la confianza que podría tener con mi madre. Me daba reparo ayudarla a asearse. Tenía miedo a que la convivencia se hiciera desagradable, a que no nos hiciéramos la una a la otra. Tardé poco en darme cuenta de la serie de prejuicios infundados que arrastraba sobre ella. Viviendo bajo el mismo techo y estando con ella 24 horas al día, conocí a una mujer totalmente diferente.

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Mi suegra no era fría ni altiva, era tímida e insegura. No iba de sobrada, llevaba toda una vida sacándose las castañas del fuego ella solita. No era que no le interesara nuestra vida, es que no quería meterse donde no la llamaban bajo ningún concepto. Mi suegra es una mujer fuerte que tiene mucho que dar y mucho que enseñar. Es una señora a la que le dolía más ‘molestarnos’ a su hijo y a mí, de lo que le dolía el cuerpo a consecuencia de su enfermedad y de los tratamientos.

Al final puedo decir que fue una experiencia positiva de la que aprendí mucho. Aprendí mucho de mí, de mis capacidades, de mis límites. Sobre la familia, la convivencia, los prejuicios y la capacidad de adaptación de las personas.

Pero, sobre todo, la experiencia me unió a mi suegra a un nivel que nunca creí posible, además de mejorar muchísimo la propia relación madre-hijo que tan distante me parecía y que ya no lo es en absoluto. Aunque suene raro, me atrevería a decir que, cuidando a mi suegra, gané una segunda madre. Diría incluso que, ahora que está bien y a punto de ser abuela, hasta echo un poco de menos tenerla en casa.

 

 

 

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