No sé si vosotras habéis utilizado mucho Tinder, la verdad es que yo, en un momento de mi vida y viendo que no me comía una rosca, cedí a la tentación y me hice un perfil. Después de unos cuantos casados lujuriosos y un par de “foto nepes” no deseadas, conocí a un chico que me encantó. Era dulce y muy educado. Me dijo que era de mi ciudad pero que trabajaba como albañil con una cuadrilla en un pueblo de la costa. Pasaba toda la semana fuera durante los contratos, él y sus cinco compañeros convivían en una casa de alquiler que les ponía la empresa constructora, pero volvía los fines de semana. Hasta ahí me pareció bien, porque yo entre semana estaba muy ocupada y, para empezar, quedar solo el fin de semana no me parecía un problema.

Durante las primeras semanas que estuvimos hablando, no nos vimos porque tenían trabajo extra en la obra y no iban a volver, pero aún así todo fue muy bien. Era una persona muy cariñosa y atenta. Me daba los buenos días y las buenas noches, siempre, sin excepción. Se preocupaba por mí, me preguntaba cómo había sido mi día y si tenía algún problema se quedaba hablando conmigo hasta la hora que fuese con tal de que me desahogase. Me mandó un par de fotos y era tal y como salía en Tinder; alto, ojos azules, fuerte y muy guapo. Yo estaba en una nube. En más de una ocasión hacía video llamadas cuando estaba con sus compañeros. Les decía que me saludaran y que vieran “lo guapísima que era su chica”. Que me llamase así tan pronto me pareció extraño, pero no me importó demasiado. No podía creer la suerte que había tenido al encontrarle. Qué equivocada estaba.

Los días pasaban y cada vez íbamos congeniando más. Me contaba que era un poco madrero, pero que era porque se había criado solo con su madre y su hermana y eso les había unido mucho. También que no había tenido novia formal nunca. Eso debió haber hecho que me saltaran las alertas, pero, aunque notaba cosas raras en su comportamiento, no quería verlo. También me contaba que, en el piso, con sus compañeros, él era el que cocinaba y limpiaba. Se quejaba de lo cochinos que eran los hombres y de que él tenía que “repasar con un trapito” el baño cada día porque eran un desastre.

A veces parecía algo amanerado, pero conocía muchos chicos así, las cosas ya no son lo que eran y el machote ibérico ya no se estilaba. Así que seguí encantada con mi chico guapo, sensible y aparentemente obsesionado con la limpieza.

Las cosas empezaron a ponerse extrañas. El primer fin de semana que volvió a la ciudad, me puso excusas para no quedar. Me dijo que su madre estaba enferma y que tenía que quedarse con ella, que lo sentía mucho, que él también tenía muchas ganas de que nos viéramos en persona. Lo entendí. A la semana siguiente, el que estaba malo era él. Supuestamente había pillado una gripe tremenda y necesitaba recuperarse para estar bien y volver a trabajar el lunes siguiente. Ahí me empecé a mosquear.

Después de seguir con los mensajitos, al siguiente fin de semana le di un ultimátum. O nos veíamos o dejábamos de hablar. Había pasado demasiado tiempo y ya me estaba oliendo que escondía algo raro. Y raro no era, lo había tenido delante de los ojos todo el tiempo, pero no quise darme cuenta. Aquel sábado quedamos en una tetería. Llegó super arreglado y muerto de la vergüenza. No se atrevía ni a mirarme a la cara. Me di cuenta de que guardaba demasiado las distancias. Tampoco es que me esperase un encuentro de película con beso de tornillo incluido, pero dejaba tanto espacio entre los dos que aquello parecía impuesto por las restricciones de la pandemia.

Cuando nos sentamos en una mesa, empezó a hablar bastante avergonzado. Me dijo que tenía que pedirme perdón. Yo pensé que era por no haber quedado antes, pero no, era algo mucho peor. Me confesó que era gay, que eso le había traído problemas en empresas en el pasado, dado que tenía que convivir con hombres durante la semana. En ocasiones anteriores se habían reído de él, se habían quejado a la empresa e incluso algún homófobo se había negado a trabajar con él. Por eso se inventó que tenía novia, para esconder su verdadera identidad. Y cuando los compañeros empezaron a sospechar que era fachada, se hizo el perfil en Tinder y me conoció a mí.

En ese momento no supe ni qué decirle, me sentí furiosa. Me había mentido, me había utilizado. Que tuviese sus razones no justificaban lo que había hecho. Me levanté de la mesa y le dije alguna burrada, llevada por el enfado, que incluía a sus progenitores y a todos sus antepasados y salí de allí. No me lo podía creer, para una vez que congeniaba con alguien era todo mentira. No volví a hablar con él. Me escribió varias veces pidiéndome que quedásemos para hablar. Pero para mí estaba todo dicho. Tampoco volvía a utilizar Tinder, con esta experiencia había tenido más que suficiente. Y no es que haber pasado por esto me haya hecho no creer en el amor, pero si me ha enseñado una gran lección; si algo parece demasiado bueno para ser verdad, lo más probable es que no lo sea.

 

Lulú Gala