[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]

Todas las primeras citas de mi vida se pueden encajar en tres grandes categorías: las desastrosas, las medio-qué y las que fueron bien, pero que no dieron lugar a mucho más. Excepto una. Esa primera cita fue inclasificable. No fue solo por el chico, sino por el formato, porque comenzó bien desde mucho antes de reunirme con él.

Llevábamos hablando unas semanas a través de redes sociales. Siento que conectamos o, al menos, siempre teníamos algo de lo que hablar y las conversaciones nos daban para mucho. Y ya sabéis, la ilusión cuando suena alguna notificación, la revisión reiterada de la pantalla por si hay algo nuevo y las risitas tontas.

 

Descubrimos que a los dos nos gustaba hacer planes alternativos y variados en nuestros días libres, más allá de comer y beber con los amigos y la familia. Por ejemplo, ambos habíamos disfrutado varias experiencias en salas de escape, cuyos detalles nos contamos en alguno de aquellos chats. Él se lo tomó como toda una revelación y forjó un plan que yo ni sospechaba.

La gymkana

Me propuso quedar para conocernos en persona en su ciudad y yo le dije que sí, pero él me advirtió de que no quería que fuera una primera cita convencional. Quería hacerlo divertido, según me dijo, y que no fuera la típica sesión de café o bar para repetir conversaciones que ya habíamos tenido por chat, solo que con silencios incómodos. Me preguntó si estaba dispuesta a jugar y yo accedí en cuanto me aseguré de que sería algo seguro, con lo que me sentiría cómoda y que podría abandonar en cualquier momento.

Primero me pasó un coquis rudimentario y algo complicado de descifrar. Me dio pistas sobre la zona de la ciudad en la que se encontraba lo que había dibujado, y yo tenía que dar con el lugar señalado. Porque ahí se encontraría la siguiente pista.

Los indicios me fueron llevando de un escenario a otro, todos ellos relacionados. Del monumento de un personaje ilustre a su casa natal, su calle y una plaza contigua, y para avanzar tenía que resolver problemas de orientación y preguntas de cultura general. Me puso también algún minirreto, como solicitar información a alguien que pasara por la calle o hacerme un selfi un tanto peculiar.

Él me iba guiando en todo momento a través del chat, me preguntaba cómo iba y me daba pistas si veía que me atascaba. Y yo, la verdad, me lo estaba pasando en grande.

Y por fin él

La última pista me conducía a un parque en el que me estaba esperando él. Desde que nos vimos a lo lejos y comenzamos a caminar en la dirección del otro, no podíamos parar de reír. Había sido divertido, así que, cuando estuvimos a la misma altura, nos dimos un abrazo. Y, para ser el primero, estuvo lleno de complicidad.

Paseamos, hablamos, reímos, compartimos impresiones de la aventura y luego, ya sí, nos sentamos tranquilamente a tomar algo en una cafetería. Después de tantas conversaciones y de aquella primera cita tan peculiar, ¿qué podía salir mal? La verdad es que parecíamos viejos amigos, aunque con intereses románticos que se fueron incrementando.

Se lo he contado a personas que han levantado una ceja de suspicacia y preguntado “¿En serio?”. Y otras que creen que hay gente dispuesta a lo que sea por echar un polvo. A mí, en cambio, me pareció muy dulce. Cuando en la vida coge mucho sitio la rutina y escasea la acción, es maravilloso que alguien se tome tiempo y tire de creatividad para hacerte sonreír. Invirtió tiempo en sorprenderme e intentar que disfrutara.

Se tomó tantas molestias por mí, y esa no pudo ser mejor carta de presentación. Tanto que, a día de hoy, seguimos quedando y conociéndonos. Sin duda, la mejor primera cita de mi vida.

Anónimo